Del deber de subrayar los libros
Así se aprende a escribir, supongo: robando frases de aquí y de allá y haciéndolas tuyas para acabar poniéndolas en otro lugar y con otras maneras, las tuyas
Subrayo los libros que leo, hasta el punto de que no sé leer sin un lápiz a mano. Será una manía, pero es la mía, igual que a otros les da por morderse las uñas u ordenar por colores los estantes de la nevera. Ocurre que, a ojos del orden, garabatear los libros es una costumbre molesta para quienes interpreten que así les falto el respeto o los estropeo, cuando el estropicio de verdad sería ver esas frases ahí, arrobadoras, y dejarlas pasar sin decirles nada ni hacerles un ademán, una reverencia; sin hacerles saber que las he visto y me las voy a llevar a otra parte.
Así se aprende a escribir, supongo: robando frases de aquí y de allá y haciéndolas tuyas para acabar poniéndolas en otro lugar y con otras maneras: las tuyas. Copiando sin copiar, o copiando un poco, hasta que la mezcla de lo que has leído forme tu propia voz, y tu estilo. En ese proceso, que dura una vida y no acaba nunca, será imposible ―o a mí me lo resulta― recordar las frases buenas sin subrayarlas o anotar algo en sus márgenes. No servirá, claro, llevarlas a un cuaderno aparte, en el que perderían lustre. Es mejor dejarlas donde las descubriste, lo que te obligará a volver al libro y a encontrarte con aquel tipo que eras cuando decidiste que, entre los miles de párrafos, te ibas a quedar con unos pocos para llevártelos a la memoria. Por eso los subrayaste: para quedártelos. Por eso vuelves al libro, para saber de ti en aquella época y pensar dónde lo leíste, y con quién. Esas frases, hechas tuyas, ya dicen más de ti que de quien las escribió: porque igual fueron ficción para su autor y en ti, en cambio, son otra cosa, más real.
Del verano dicen que es el momento idóneo para leer y, por tanto, el más propicio para buscar frases como pepitas de oro. Decir eso es decir mucho, porque puede que sea verano y tú tengas el cuerpo de invierno. A mí me ocurre ahora: me cuesta dar con un libro que me atrape. A veces pasa. Será porque terminé una de esas lecturas que luego te deja un vacío que otros textos no llenan; no llegan. Será porque la ola de calor o la ola electoral se han llevado la atención y las ganas. Y en esos ratos de no saber qué hacer ―desfici, lo llamamos en mi pueblo― escarbo los subrayados viejos y engaño a la cabeza para que crea que con eso estoy haciendo algo distinto a matar el tiempo.
Entonces, vuelvo a las frases y me recreo en ellas, me recuerdo leyéndolas por primera vez, dándole al lápiz, palpando ese misterio que provoca la lectura y nada más. Entonces, me entrego a los párrafos que, sin contexto, parecen escritos con el mismo afán que ponía Cortázar a sus cuentos: para darnos gusto y que nos llevaran las palabras. Así es como he vuelto a Ítalo Calvino, que escribió del amanecer que era “la hora en que se está menos seguro de la existencia del mundo”. Volví a Camus: “Yo no aprendí la libertad en Marx. La aprendí en la miseria”. A Josefina Carabias: “Lo que me había chocado no era que Azaña tuviera 50 años, sino que hubiese en el mundo alguien que, teniendo tal cantidad de años, lo dijese tan tranquilamente, sin echarse a llorar”. A Virginia Woolf: “No se puede pensar bien, amar bien, dormir bien, si no se ha cenado bien”. A Kallifatides: “La sociedad es una cuestión de confianza”.
Puestas de una en una, uno piensa que todas esas frases, que son ya más mías que los libros de los que las saqué, que fueron hechas para llevarnos a realidades distintas e incluso inventadas, son frases que ayudan a explicarnos a nosotros. Que bien podrían servir para una crónica o, qué sé yo, para la columna de un periódico.
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