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tribuna
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La sequía es dramática

Los datos son tremendos pero nos hemos obstinado durante lustros en mantener cómo usamos el agua y ha llegado el momento de abordar una reducción del consumo de recursos hídricos en la economía

Josefina Maeztu 31 julio
Eulogia merlé

Solucionar los problemas de las sequías no es una mera voluntad política o de sacar a procesionar a los santos, sino de utilizar todo nuestro conocimiento en fortalecer los sistemas productivos para que sean menos dependientes del agua.

Y es verdad. Tenemos un sistema organizado con los Planes Especiales de Sequía (PES), en los que hemos negociado con anticipación cuestiones como la reducción de dotaciones (que ya se ha hecho y no es nada fácil), pozos de emergencia que (se supone) solo se usan en sequías, se han interconectado embalses dentro de sistemas de explotación (para que no se den situaciones absurdas en las que se esté regando y a la vez no haya agua en las localidades cercanas para los abastecimientos urbanos), tenemos un sistema de indicadores de seguimiento (susceptible de mejorar), tenemos los planes de emergencia en las ciudades de más de 20.000 habitantes (aunque faltan todavía muchas) que permiten priorizar/restringir los usos dentro de las propias ciudades y articular otras medidas de emergencia y concienciación desde la fase de prealerta. Recordemos que en Madrid el 39% del agua era uso de riego de parques y jardines. También sabemos que están sufriendo menos los que tienen acceso al agua desalada o regenerada. Esto ha costado mucho tiempo y dinero público, aunque ha sido “un sufrir” a causa de la insensibilidad de ciertos políticos. Tener redundancia en los sistemas es algo que funciona, aunque su coste es un tema que necesita ser abordado. Todos estos aspectos se plantearon durante la presentación de los Planes Especiales de Sequía en la sede del Ministerio de Transición Ecológica y Reto Demográfico.

La cuestión es si se puede hacer más. Algunos aspectos que faltan son relevantes. Si no podemos monitorizar adecuadamente la sequía tenemos un problema y es preciso abordarlo. En caso contrario estaremos con la venda en los ojos y llegaremos tarde, mal y nunca a corregir los efectos de las sequías. Desde el punto de vista metodológico/político es esencial que los procesos sean participados (para que no se conviertan en un conflicto social y se detecten sinergias entre sectores). A falta de un cambio real en los foros de participación, el modelo de la empresa metropolitana de abastecimiento de agua de Sevilla (Emasesa) muestra el camino a seguir.

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Los planes municipales que ha hecho con la Asociación Española de Operadores Públicos de Abastecimiento y Saneamiento (Aeopas) parece que van más allá de lo propuesto en los planes especiales, en relación con la adaptación al cambio climático. Sí, se puede hacer algo más. La Aeopas y esos planes de adaptación en las ciudades (apoyados por la Oficina del Cambio Climático) ya están planteando soluciones desde el urbanismo, soluciones basadas en la naturaleza para mejorar la infiltración en los acuíferos y reducir la temperatura en los espacios públicos de las ciudades. Es necesaria la protección de las aguas subterráneas como recurso estratégico —incluyendo la calidad— controlando realmente que no se produzca sobreexplotación. A falta de efectividad real de los instrumentos actuales de las comunidades autónomas y de las Confederaciones Hidrográficas podría ser necesario tomar medidas cautelares, como las del acuífero del Campo de Cartagena. El observatorio propuesto para este acuífero puede ser un instrumento de transparencia e información. Los resultados han sido contundentes. Corporaciones como el Canal de Isabel II o Emasesa han reducido a la mitad la demanda urbana global prevista hace 10 años. Queda por afrontar urgentemente el reto de obtener estos mismos resultados para el regadío.

La existencia probada del cambio climático y sus efectos nos hace tener que estar en permanentemente en alerta, aunque no haya sequía meteorológica o hidrológica. Por ello, en el escenario de “normalidad” de los PES tiene que establecer, con suficiente antelación, las medidas que permitan reducir la demanda, fortalecer la resiliencia de los sistemas de uso y consumo, haciéndoles menos dependientes del agua, hacer campañas permanentes de concienciación y formación de los usuarios, incentivar cambios en los sistemas de conducción y “final de tubería” (dispositivos ahorradores) del agua doméstica, industrial y de regadío y la correcta gestión de las aguas de retorno de los sistemas para que no se afecte al caudal de los ríos y humedales y la recarga de los acuíferos. Muy importante es planificar para los pequeños y medianos abastecimientos que son los que más sufren porque a menudo están aislados, dependen de una sola fuente de agua y no tiene los recursos humanos o financieros para abordar el problema.

En este escenario de “nueva normalidad” se requiere de un cambio cultural y socioeconómico derivado de la menor disponibilidad del agua.

Algo muy importante, y que no hacemos, es la gestión multianual de los embalses. Esto supone reservar recursos. La gestión del agua en la cuenca del Guadalquivir, con recurrentes periodos de sequía y fuertes demandas, solo se entiende si se considera que los recursos medios no son anuales sino multianuales, lo que significa que no se pueden distribuir caudales superiores cuando haya vacas gordas. ¿Es otra “venda en los ojos” que responde a determinadas presiones? ¿Al grito de “más vale pájaro en mano” como fórmula de gestión de la escasez? Mucho nos ha avisado la ciencia de esta tragedia pero no parece que hayamos entendido el mensaje. A esto hay que añadir que la reducción de precipitaciones, cada vez más frecuente, compromete todavía más la posibilidad de tener reservas a futuro dentro de los embalses.

Ya estamos oyendo en esta nueva sequía las dificultades reales que están teniendo los agricultores y los ganaderos, que eventualmente necesitarán recibir apoyo del Gobierno. Nos preguntamos si no deberíamos pensar que las condiciones que impone la sequía nos servirían para dar los primeros pasos hacia un cambio estructural de la economía, que sabemos que es necesario en los escenarios de cambio climático y que supone reducir la dependencia del agua. Aunque nos tememos que actualmente estamos muy lejos de ello.

Así, la experiencia de la sequía nos debería servir para promocionar unas prácticas agrarias diferentes que se basen en las funciones agroecológicas de los suelos, establecer otros tipos de cultivos más resistentes y de similares propiedades nutricionales, cambiar las concesiones a “precario”, establecer condiciones restrictivas para los riegos de apoyo, apoyar la agricultura de secano y el riego deficitario controlado mediante diversas técnicas. Todo esto debe incluir subvenciones a los agricultores porque tampoco son ellos los que deben sufrir. Pero subvenciones para la transición hacia una mayor fortaleza de la resiliencia y disminución de la demanda y siempre que los cambios apoyados sean permanentes. Esto es muy importante para evitar incertidumbres, sobre todo para las pequeñas explotaciones, las explotaciones familiares y los más vulnerables en riesgo de abandono del rural. Pero sobre todo para dejar de apoyar la intensificación y los nuevos regadíos o consolidar las dotaciones en los regadíos existentes (aunque sea con recursos no convencionales). Basta ya de enfocar la política del agua hacia la consecución de garantías, cada vez más improbables, y en cambio fortalecer el sistema ante la sequía, protegiendo a los trabajadores del campo ante una cada vez más segura compañera de viaje.

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