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El encuentro de El Niño y la especie zombi

Hay indicios de que la crisis climática se acelera, pero no de que la humanidad haya recuperado su instinto de supervivencia

Amazonas Brasil
Un área deforestada de la Amazonia para permitir la extracción de oro y casiterita en Porto Velho, en el Estado de Rondônia.Victor Moriyama / Amazônia em Chamas
Eliane Brum

Dejé la Amazonia, donde se anunciaba la temporada de incendios criminales, para realizar un viaje de una semana al extremo sur de Brasil. Aterricé pocas horas antes del comienzo de un ciclón. No pude dormir porque el viento aullaba, las ventanas no paraban de dar golpes y era imposible dejar de imaginar el sufrimiento de quienes vivían en las casas más vulnerables. Al día siguiente, sin embargo, la mayoría no parecía especialmente preocupada, aunque se habían suspendido las clases en las escuelas públicas. Al expresar mi preocupación por la falta de preocupación, la explicación se repitió en boca de distintas personas: “Oh, es que el ciclón del mes pasado fue mucho peor”.

Es fácil imaginar que pronto, muy pronto, estas mismas personas comentarán que el ciclón de la semana pasada fue peor que el actual. Y en algún momento las conversaciones tratarán si el ciclón de ayer —o de hace unas horas— fue más o menos destructivo que el de ahora. Parece que los fenómenos extremos empiezan a normalizarse en el sentido común, pero no porque haya una adaptación consciente para evitarles un futuro hostil a las nuevas generaciones, sino por una brutal desconexión de la realidad.

Ahora mismo, en todo el planeta, hay indicios de que la crisis climática se ha acelerado, lo que se está denominando “una emergencia dentro de otra emergencia”. No hace falta ser indígena o científico para darse cuenta de que las señales están en todas partes, las pueden sentir personas de varias regiones del mundo. En la Amazonia, el comienzo del verano es siempre un momento de gran tensión, porque cesan las lluvias y los destructores de la selva le prenden fuego, seguros de que quedarán impunes. Este año, todo indica que será peor. Y lo peor, esta vez, se llama El Niño.

Estudios científicos muestran que la selva se calentó más y experimentó sequías más severas en los dos eventos anteriores del fenómeno: de 1997 a 1998 y de 2014 a 2016. Y ahora El Niño se encontrará con una Amazonia mucho más frágil, mucho menos resistente a incendios y sequías, arrasada en los últimos años por el Gobierno de extrema derecha de Jair Bolsonaro (2019-2022). Dado que contamos con la Amazonia, gran reguladora del clima, para mitigar los efectos de El Niño, tiene sentido predecir que su fragilidad generará impactos en cadena.

Debemos usar la emergencia para intensificar los esfuerzos, acelerar las políticas y tomar medidas. Pero eso no ocurrirá hasta que descubramos cómo reconectar a la población humana con el instinto de supervivencia perdido. De momento, estamos atrapados entre la desconexión de la mayoría y el nihilismo de los que ya lo dan todo por perdido. Ni unos ni otros evitarán la colisión.

Tan urgentes como las medidas para detener el calentamiento global son las políticas públicas para informar y educar a la gente sobre lo que ya ocurre y cómo tendremos que, rápidamente, adaptarnos y convertirnos en otro tipo de personas. Si no se hace nada para preparar a la especie, el riesgo de que los zombis de hoy despierten como humanos en pánico podría dar a la catástrofe que se avecina una dimensión que ni siquiera la ficción es capaz de anticipar. Adaptación no puede confundirse con desconexión. Solo la conexión con la realidad puede salvarnos de nosotros mismos.

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