Los dueños de las palabras
Que las cosas y los fenómenos pueden ser designados en un mismo idioma con vocablos distintos es algo fácilmente comprobable
Según quien hable, puede ser una pretensión cándida o un ardid dialéctico exigir a los demás que llamen a las cosas por su nombre. Ya los místicos notaron en el siglo XVI la insuficiencia del lenguaje humano para describir su experiencia más profunda y Bécquer se lamentó en un célebre poema del “rebelde, mezquino idioma”. Recuerdo al respecto un episodio muy gracioso de Les Luthiers. Mundstock le está resumiendo el Otello de Shakespeare a Rabinovich, y como su interlocutor no anda fino de entendederas, se ve obligado a cambiar el vocablo tálamo por el de lecho y este, en una tentativa última por hacerse comprender, por el de cama. Que las cosas y los fenómenos pueden ser designados en un mismo idioma con vocablos distintos es algo fácilmente comprobable. No es lo mismo terrorismo que lucha armada, aunque la acción nombrada sea la misma en ambos casos, si bien considerada desde perspectivas y propósitos diferentes. Sucede que las palabras no son meros nombradores, en cuyo caso los idiomas no evolucionarían. ¿Para qué si los conceptos constituyen equivalencias exactas? Convendría recordarles a quienes tratan de prefijar los términos de la discusión que las palabras arrastran consigo connotaciones, se usan con preferencia en esta o aquella región, acaso tengan sabor culto o popular y se enuncian de esta o la otra forma, ya sea con enojo, con dulzura, con sosiego o a grito limpio. Yo uso de costumbre el sintagma “violencia de género”. Sin embargo, creo que Borja Sémper no va descaminado cuando sugiere que combatir esta lacra social es más una cuestión de hechos que de términos. De otro modo no hay posibilidad de coincidir en un espacio común de debate, el único sitio donde acaso un día asistamos al asombroso espectáculo de ver a dos oponentes políticos debatir con respeto, consintiendo ambos que cada uno elija sus propias palabras.
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