El retroceso que no queremos ver
El racismo es una lente que hace que valoremos las vidas de forma distinta, en función del color, el dinero o el origen y esa presencia del diferente se interpreta demasiado a menudo como una amenaza a la pureza del pueblo, la tribu, la nación
El Tribunal Supremo de EE UU se ha cargado de un plumazo la acción afirmativa (lo que conocemos como discriminación positiva) en los procesos de admisión a la universidad: el trasfondo familiar, social y racial no será razón para corregir la desigualdad. Mientras, Francia vive su particular Black Lives Matter tras el asesinato, por disparo policial del joven Nahel, habitante de la banlieue parisina. Miles de jóvenes incendian las calles en una expresión de ira que esconde una lógica aplastante: saben que les podía haber ocurrido a ellos. La promesa republicana de la igualdad choca demasiado a menudo con la certeza de que sus vidas valen menos. El racismo es una lente que hace que valoremos las vidas de forma distinta, en función del color, el dinero, el origen o cualquier otra característica que percibamos como distinta, y esa presencia del diferente se interpreta demasiado a menudo como una amenaza a la pureza del pueblo, la tribu, la nación. Es un prejuicio irracional muy poderoso, capaz de apoderarse de la mente de un policía tan sutilmente que llegue a interpretar cualquier movimiento de un joven como una amenaza que justifica una respuesta asesina. El racismo está en la base de las dementes teorías del gran reemplazo de la ultraderecha, pero la palabra ha sido eliminada de la discusión pública al encerrarla en una expresión comodín: la guerra cultural. Siempre es más fácil simplificar que explicar. Así, se ve al diferente como portador de esa impureza que envenenará nuestra comunidad, un elemento que distorsiona los verdaderos debates de fondo mientras se recortan nuestros derechos o nos imponen una visión nacionalista trufada de peligrosas fantasías raciales y étnicas.
Pero la acción afirmativa no es solo un ejemplo más. Forma parte del consenso sobre una idea de justicia defendida por sentencias históricas de los tribunales norteamericanos y por las voces filosóficas más relevantes del último tercio del siglo XX. ¿Por qué pensamos que ser admitido en una universidad es un premio a nuestro mérito o virtud? El pensador Ronald Dworkin explica que no existe el derecho a ser valorado exclusivamente por nuestros méritos académicos. La justicia en la admisión no consiste solo en premiar el mérito de un estudiante: responde sobre todo al fin social al que sirve la universidad. “La misión de la Universidad —por ejemplo, promover la igualdad— es la que define los méritos pertinentes, no al revés”, dice Michael Sandel, aunque sea difícil de entender en sociedades donde creemos que el éxito es el fruto exclusivo de nuestra virtud. Quizá nos ayude el enfoque de John Rawls: si una sociedad premia que yo sea hábil dándole patadas a un balón, ¿no tiene esto más que ver con la suerte que con mi talento? Es extraño que esto suene hoy escandalosamente subversivo. La ofensiva reaccionaria se afana en romper desde las instituciones todos nuestros consensos básicos, desfigurando los debates y los valores que definen la democracia y que pensábamos asumidos. Sucede ante nuestros ojos y afecta a vidas concretas, a derechos que creíamos centrales. Pero parece que no queremos verlo.
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