Francia al borde del colapso social
El clima de rebelión generalizado en los suburbios es muy significativo de la creciente distancia entre el Estado y una parte importante de la población, del odio a flor de piel entre la incesante presencia policial y los ciudadanos excluidos
El asesinato de Nahel a manos de dos policías y el clima de rebelión que se está generalizando en los suburbios de casi todas las grandes urbes francesas ponen en evidencia, una vez más, la gravedad de la situación social e identitaria en Francia. Lo ocurrido es muy significativo de la creciente distancia entre el Estado y una parte importante de la población, sobre todo joven, en estos barrios de relegación social, del odio a flor de piel entre la incesante presencia policial y los ciudadanos excluidos, de la fragmentación social-identitaria, pese a las inversiones masivas desplegadas estos últimos años por el Estado. El país se ha desintegrado socialmente y de manera probablemente irreversible estas últimas décadas, las capas sociales excluidas son esencialmente de origen inmigrante —segunda, tercera, cuarta generación— lo que significa que el “origen”, aunque oficialmente negado por el discurso republicano, es una categoría que está obstaculizando la formación de la cohesión colectiva y de la identidad común. Todo parece confirmar la idea de que las relaciones sociales se están “racializando”, “etnicizando”. Esta evolución camina paralela a la transformación de la retórica de los partidos políticos conservadores y del sistema mediático. La más importante deriva es la institucionalización de la ideología xenófoba de la extrema derecha representada por la formación de Marine Le Pen, el Reagrupamiento Nacional, y su clon caricaturesco, el partido de Eric Zemmour que aboga, sin ambages, por el odio, la xenofobia y el ultranacionalismo. El de Le Pen goza hoy en día de representación ideológica y política en casi todas las municipalidades, las regiones y en sectores importantes del propio aparato del Estado: policía, justicia, administraciones, etc. El devenir de su poder viene ligado a la descomposición de la derecha tradicional y, como consecuencia, de la aceptación, por su parte, de los parámetros ideológicos de la ultraderecha. Sirva como ejemplo: si bien todos los datos demuestran que la inmigración ilegal no aumenta, que la legal se mantiene en parámetros normales, el relato de la extrema derecha, alentado por el catastrofismo de los medios de comunicación cuando algo ocurre en el Mediterráneo, convierte todo en lenguaje de “invasión” de Francia por los países del sur. Y el temor —sabemos— funciona, y su varita todo lo emponzoña.
A ello se añade el visible color de una parte cada vez más importante de jóvenes franceses que han nacido de padres inmigrantes de origen subsahariano, cuyo presencia sirve ahora de “repelente” para una parte importante de las capas populares francesas, que no les reconocen como conciudadanos con los mismos derechos. Estos jóvenes franceses están pagando hoy su remarcada negra visibilidad en nuestra sociedad blanca. Y la extrema derecha incentiva esta diferencia y la transforma fácilmente en ideología de exclusión social y en odio político.
La principal metáfora de esta fibra xenofóbica, desde 2008 con la llegada al poder de Nicolas Sarkozy, la encontramos en la creación de un ministerio “de la identidad”, una suerte de voluntad de renovar aquellos lazos, por así decirlo, con la política ultranacionalista y racista del Gobierno colaboracionista del mariscal Pétain durante la ocupación de Francia por los alemanes en 1940; un ministerio que grabó en mármol este “diferencialismo”, haciendo de los hijos de inmigrantes sujetos sociales y culturales sospechosos, extraños por su origen a la identidad del país. Sarkozy justificó oficialmente esta estrategia para debilitar a la extrema derecha, robándole su tema favorito de movilización. Naturalmente, el modelo original ha fluido sin ataduras: la extrema derecha ha crecido electoralmente de manera exponencial, debilitando gravemente a la derecha clásica.
Junto a este pilar, se ha producido otro cambio importantísimo en el panorama cultural: la irrupción, también sin ataduras, de medios de comunicación muy influyentes (CNews, periódicos conservadores populares como Le JDD, el periódico del domingo…), financiados por billonarios que difunden (asumiendo pagar las multas oportunas, en su caso) los mensajes racistas y de exclusión. Es un elemento clave para entender la reacción de los jóvenes de los barrios pobres, que se sienten, no solo abandonados por el Estado, sino día a día humillados e incriminados por estos medios.
Frente a esta despreciable situación, es difícil encontrar una respuesta viable, ni siquiera por las formaciones de izquierda. Repartida entre una rama oficialista, moderada, y en parte responsable de lo que ocurre (ha gobernado cinco años desde 2012), y una vertiente radical, en torno a la Nupes de Mélenchon, que intenta representar a la ciudadanía excluida, pero sin ningún peso real en las políticas municipales y regionales, la izquierda ha caído en una profunda espiral sin aparente salida. Mientras tanto, el racismo prolifera, el arsenal represivo legal se incrementa cada año, y el resultado, un arbitrio policial nunca visto desde décadas: la policía ha matado a 27 personas en los tres últimos años y el Estado da rienda suelta a la fragmentación social, siendo incapaz de reprimir a los propios representantes de la legalidad democrática. El país camina triste y peligrosamente al borde del precipicio.
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