Dr. Strangelove en Europa
Son cada vez más los líderes de extrema derecha en las cancillerías del viejo continente. Lo que ya es menos comprensible es el porqué de su normalización en Europa y, por lo que se ve, también entre nosotros
Hace un par de días nos enteramos de la dimisión del ministro finlandés Vilhelm Junnila, miembro del partido de ultraderecha Finns, que gobierna en coalición con otros partidos de derechas en el país nórdico. El motivo fueron unas declaraciones jocosas de tintes filonazis y otras racistas, que movilizaron en su contra incluso a varios miembros de su propia coalición. Hasta aquí, nada nuevo, una expresión más de la esquizofrenia de este grupo de partidos, que se vienen arriba cuando hablan a los suyos, negando la imagen de normalidad que tratan de transmitir cuando se integran en las instituciones. Es el síndrome del Dr. Strangelove, que tan bien supo representar Peter Sellers en la inolvidable película de Kubrick, Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú, el exnazi que entra al servicio de Estados Unidos durante la Guerra Fría y que se veía obligado a agarrarse continuamente el brazo para reprimir un saludo nazi automatizado.
Me temo que hay muchos cripto-Strangelove pululando por las cancillerías europeas, lo que ya es menos comprensible es el porqué de su normalización en Europa y, por lo que se ve, también entre nosotros. Esta es la gran cuestión que abruma a los politólogos y para la que no acabamos de encontrar una respuesta convincente. La respuesta pragmática consiste en señalar que gozan de un gran puñado de votos y que los procesos democráticos y los intereses y maquinaciones de las diferentes fuerzas políticas se encargan de hacer el resto. Sí, de acuerdo, pero el misterio reside precisamente en esto: ¿por qué se les vota? Si la causa fuera el neoliberalismo rampante y las desigualdades, lo lógico es que lo hicieran a partidos de izquierdas, no a quienes no muestran ninguna inquina contra el capitalismo, aunque reconducido sobre todo al Estado nacional. Es la globalización, dicen otros, incluyendo en ella también a las inevitables migraciones, que han dado aire a las demenciales teorías del “reemplazo” de las poblaciones nativas. Y fijarse exclusivamente en factores culturalistas tampoco acaba de convencer, esa hipótesis de la cultural backlash, el choque entre los valores morales progresistas de las élites y la subsiguiente reacción conservadora del “buen pueblo”, eso en lo que tanto insiste Vox.
Hay un poco de todo, como casi siempre. Puede reconducirse a la fórmula de que empezamos a encontrarnos mal en nuestra vida y acabamos votando a la extrema derecha, casi como una reacción mecánica a un malestar difuso. Pero no pierdan de vista otra razón, las nuevas estrategias de comunicación. Vuelvan a ver otra película, No mires arriba, de Adam McKay en Netflix, esa en la que se niega que un meteorito vaya a impactar sobre la Tierra, incluso cuando es bien visible en el cielo nocturno. No mires al futuro sería hoy la divisa ultra, lo que se repite una y otra vez en sus cámaras de eco es mira al pasado. El futuro es el cambio climático, la diversidad étnica y el pluralismo de formas de vida y la necesidad de recurrir a mecanismos de gobernanza global, todo a lo que se oponen. Cuanto más crezcan tanto menor será nuestra capacidad para gestionarlo.
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