No preguntes hasta cuándo
Ninguno de nosotros puede garantizar cómo será el nuevo rostro de esos lugares de encuentro para libros que libros no son, pero todos percibimos los apresurados pasos de esa transformación
Todo se diluye en la totalidad —dijo el ratón—, y orinó en el mar (proverbio húngaro).
Uno. Este año, las ferias del libro de Madrid y Lisboa tienen lugar simultáneamente. No es esa, con todo, la única circunstancia que las acerca. Ambas pasan de octogenarias y se celebran al aire libre, entre frondosos árboles y algunos prados. Sin embargo, en cuanto a su orografía, hay ciertas diferencias, ya que la feria madrileña se extiende a lo largo de un jardín llano hasta donde alcanza la vista, y la lisboeta se encarama por la colina del Parque Eduardo VII en dos alas, separadas por un amplio campo verde que dibuja una prodigiosa hache.
Además de cierta asimetría de escala, tengo la impresión de que la Feria del Libro de Madrid implica más debates, más confrontación de ideas, más política y más furia civilizadora. Y los visitantes se muestran más decididos en la elección y la compra. En Lisboa, para compensar, hay más niños en cochecitos y muchos más perros de la correa, lo que presagia un cierto crecimiento en el futuro. Soy de la opinión de que hay que fijarse bien en este tipo de detalles. Creo firmemente que las mejores estadísticas predictivas no se leen en los números sino en los pequeños síntomas. La esperanza proviene también, como sabemos, de los lugares ocultos del alma. Muchos escaparates, muchos títulos, mucha gente mirándolos. Un noviazgo sin pecado. Paseando por el Parque del Retiro, a la intemperie, en un día de primavera, es imposible no sentirse convencido de que Santa Ana, regordeta y anciana, seguirá sentada, con un libro abierto, leyendo cuentos a su hija la Virgen María antes de dormir, hasta el fin de los tiempos. Solo después surgen las dudas.
Dos. Para empezar: el hecho de que nos sintamos tan bien entre libros y autores, alimentando la idea de que esa es nuestra forma de actualizar la relación entre el aedo de la Edad del Bronce y el público del presente, y pensemos que se trata de un proyecto con futuro, ¿no será acaso una cuestión de fe tan solo? Mientras la lluvia y los truenos de finales de mayo se abaten sobre la Feria del Libro de Madrid, y los transeúntes desaparecen, refugiándose bajo las casetas, la tentación se instala, y es imposible no imaginar que la gran escoba digital acabará relegando a los cubos de basura la mayoría de los libros que ahora se nos ofrecen como objetos intocables.
Es imposible no pensar que la inmaterialidad se ha convertido en la nueva materia prima, tan única, ligera y limpia como un sueño, sin olor, sin sudor, sin manchas ni polillas, inviolable y transparente, sople el viento o haga sol, mientras que los miles de libros apoyados en las estanterías por donde entra la lluvia ofrecen lo contrario. Bajo el rigor de los chubascos, es imposible no pensar en que todas las literaturas se están trasladando, noche y día, a otro soporte, y una vez acomodados allí, los originales no serán más que mamotretos que ocupan un espacio necesario para otras funciones más loables. Es evidente que tal pulcritud inmaterial puede necesitar otras ferias, pero no serán de seguro como estas, hechas de casetas forradas de papel con gente dentro escribiendo palabras de amor a quienes se acercan.
Ninguno de nosotros puede garantizar cómo será el nuevo rostro de esos lugares de encuentro para libros que libros no son, pero todos percibimos los apresurados pasos de esa transformación. Quizá como homenaje al pasado, las ferias sigan llamándose ferias, quizá por su alcance se las denomine, por ejemplo, ferias de información universal, y quizá para simplificar tal membrete se les acabe conociendo de forma natural con un acrónimo como FIU de Madrid y FIU de Lisboa, o simplemente con un número o un código de barras.
Tres. Es posible que en esas futuras ferias que ni siquiera se llamen ferias, los influencers hayan asumido ya plenamente el papel de la autoría. En ese caso, las colas frente al autor no se perderán, pero la liturgia de las firmas a mano se quedará obsoleta, y habrá más bien marcas digitales y fotografías intercambiadas entre influenciador e influenciado. En lugar de lomos, retratos, en lugar de mensajes escritos como “Para doña Mercedes, con todo mi cariño”, que será una frase demasiado larga, se intercambiarán emojis instantáneos, una flor, unos labios, un gatito. Y así, la FIU de Madrid, aunque siga celebrándose en el mismo Parque de El Retiro, será otra realidad. Allí tal vez la gente baile, beba, seduzca con más intensidad, y evocando estos días, tan felices para nosotros, en los que vivíamos entre millones de páginas unidas por lomos, objetos tan poco duraderos como patatas o vestidos, alguien se reirá de nosotros. O le daremos pena, a causa de ese motivo de alegría, de estas interminables procesiones de libros, por amor de los cuales damos lo mejor de nuestras vidas.
Cuatro. Y de esta manera, todo cambiará. Por ejemplo, es posible que los editores, esos jinetes solitarios acostumbrados a mirar el paisaje desde una silla de montar alta y a modelar así la cultura de sus países, se vean obligados a cambiar de costumbres. Tal vez tengan que ser más realistas y, en un futuro cercano, empezar a pedir a cada candidato a autor que complete cierto formulario hasta ahora inexistente. Un cuestionario de garantía en el que conste si el escritor canta, baila, toca la guitarra o el piano, está dispuesto a desnudarse en público, a hacerse un tatuaje, tiene capacidad de improvisación, si interactúa con anfibios o posee alguna otra habilidad que lo haga singular, pues sin adquirir relevancia por algo así, su libro nunca triunfará. Por supuesto, siempre habrá quien se enamore de las palabras de un texto, quien lo haga suyo, y lo defienda en detrimento de su bolsillo, de sus sueños y hasta de su propio interés, ya sea su autor negro, blanco, viejo, joven, hombre o mujer, vivo o muerto. Tal vez.
Cinco. Bajo la lluvia, guarecida en una caseta de madera mojada, no puedo negar que cada vez tenemos las cosas más claras. Por eso respeto a quien afirma que la cultura del libro no evitó dos guerras mundiales, que fue cómplice del Holocausto, que permitió la bomba de Hiroshima, sin impedir la nube negra que pesa desde entonces sobre la Tierra. Si es así, ¿por qué no experimentar entonces la cultura poslibro, poseditor, posautor, posciencia, posverdad, poslibrería, pos-Feria del Libro? Si en una cultura humanista nos matamos entre nosotros, ¿por qué no abrir la puerta a la poshumanidad? Nos hallamos en plena transición entre dos mundos. Karl Vossler recuerda que en un mismo día del verano de 1491 Colón pidió barcos para el viaje que le llevaría a América y los monjes franciscanos pidieron espadas para ir a recuperar el Santo Sepulcro. Los Reyes Católicos optaron por los barcos y así dio comienzo la modernidad. La gran diferencia es que hoy en día la alternativa está en manos de cada uno de nosotros. Por eso muchos se alegran de que lo que hasta ahora nos proporciona sustancia y consuelo, como creer en la imagen de Santa Ana con un libro abierto sobre las rodillas, y en la parábola de un ratón descarado, que hace lo que puede ante el vasto mar. Y deseamos que ese hasta cuándo se prolongue sin fin ante nuestros ojos.
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