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Tribuna
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La izquierda española, entre la restauración y la conservación

La reacción identitaria contra el ”sanchismo” no se puede confrontar con otra reacción: el mero mensaje de “detener a la derecha” lleva a la resignación y el cinismo. El espacio progresista debe construir un discurso propositivo nacional, un horizonte de futuro

Tribuna Germán Cano 9 junio
SR. GARCÍA
Germán Cano

Para el complejo movimiento social y cultural que intentó desde 2011 ensanchar los márgenes de la política española, la situación de 2023 tiene algo de peligrosa restauración del campo de juego. El regreso a determinados lugares comunes, la revitalización de un bipartidismo tensado a su izquierda y derecha, la falta de un debate profundo sobre el sentido de la monarquía tras los escándalos del Rey emérito, la crisis de renovación del Poder Judicial y la amenaza recurrente de un “regreso fascista”, preocupante, pero no pocas veces fetichizada como única perspectiva de movilización progresista, no son signos que hablen precisamente de un nuevo horizonte. Evidencian más bien un escenario histórico que solo parece definirse mayoritariamente en términos reactivos, defensivos, muy poco propositivos y expansivos, mucho menos hegemónicos si entendemos como hegemonía un proceso de construcción de país guiado por la esperanza de futuro y el consentimiento de mayorías sociales.

En este contexto es llamativa la interpelación minimalista de la campaña de Ayuso en Madrid: “Ganas”. Una palabra como comunicación perfecta; en Madrid “ganas” dinero. En Madrid no puedes ser un perdedor. En Madrid con el PP cabalgas a lomos del éxito. No importa el contenido, solo una interpelación hipnótica hacia un futuro indeterminado: “Eres un ganador”. Un mensaje que interpela bien tras la pandemia. Carpe diem y libera tu ambición frente al triste “lastre progre”.

Evaluar el resultado de las elecciones del 28-M desde la perspectiva del ciclo 2011-2023 genera desazón: “España” corre el riesgo de convertirse en un imaginario defensivo donde su crisis de identidad se presenta a veces como una eufórica huida hacia adelante ajena a los verdaderos desafíos democráticos y ecológicos del XXI. No es un caso excepcional dentro de la ola reaccionaria internacional, pero reviste modulaciones específicas.

Hay que recordar, sin embargo, para matizar esa sensación de restauración, que la identidad que tradicionalmente IU y el PCE trataron de proyectar en el margen izquierdo del PSOE desde los albores de la Transición no consistía solamente en unos principios ideológicos traducidos de forma programática, sino también en recuperar una función, una casilla reservada en el tablero político español. En ese espacio, la izquierda se definía en relación con la centralidad de un PSOE que, en sintonía con los procesos de desideologización generalizada de una socialdemocracia europea, no pocas veces seducida por el discurso de la racionalidad económica neoliberal, renunciaba a las luchas y los espacios simbólicos de la izquierda trabajadora.

Tras un ciclo convulso abierto en 2011 con el seísmo del 15-M y la irrupción del primer Podemos en 2014, asistimos sin embargo en las últimas elecciones generales de 2019 a la redistribución de las casillas del PSOE y su izquierda del tablero de un modo inédito. Ciertamente, se pudo conformar un “Gobierno de izquierdas” y solucionar una situación de desgobierno que ya estaba generando demasiada ansiedad pero, ¿desde qué marco nacional de futuro? En España, el nuevo capítulo que nos tocó vivir dentro del resiliente relato llamado “régimen del 78″ apuntó, e hizo bien, a la cristalización de un bloque frágil de mínimos progresistas que empuñaba valores de protección social y laboral, de redistribución de la riqueza y comprometido retóricamente con los nuevos ejes reivindicativos (feminismo, ecologismo). No era poco, desde luego, sobre todo a causa del escenario abierto por la pandemia. Pero corría también el riesgo de quedar entrampado si, dada su fragilidad, se obstinaba en autodefinirse en términos meramente defensivos frente a la derecha. La estrategia que dio al principio rédito electoral aún necesitaba legitimarse como horizonte de futuro.

Que el frágil Estado de bienestar que contuvo con diques neokeynesianos la pandemia se haya reducido en el 28-M a un simplista plebiscito contra el “sanchismo” no puede ser solo consecuencia de las torpezas del Gobierno de coalición y el cainismo de la izquierda, por mucho que, todo sea dicho, esta se esfuerce en ocasiones. Apunta también a tendencias profundas globales y estructurales, donde la etiqueta “izquierda” desgraciadamente evoca una borrosa nostalgia o falta de futuro para una parte de la población. Da que pensar, dicho sea de paso, que hayan sido las posiciones que abogan por la privatización de la sanidad pública y recortes del intervencionismo las triunfadoras en estos últimos comicios autonómicos.

Nos dirigimos el 23-J a una cita electoral donde el bloque derechista carece de programa o, al menos, no le interesa defenderlo como un ariete de cambio. Parece que su agenda solo tiene una premisa, un mantra reactivo: el fantasma “sanchista”, una extraña condensación emocional que evoca a la vez “chavismo”, intervencionismo estatal, enemistad con la identidad nacional por sus vínculos con los nacionalismos vasco y catalán y pobreza. Poco importa en este plebiscito que los datos económicos sean buenos. Pero por eso mismo esta movilización reactiva de la identidad no puede ser confrontada simplemente con otra identidad reactiva o con el mero mensaje de hay que detener a la derecha. Debe construir un discurso propositivo de corte nacional, un horizonte de futuro e involucrarse en una batería de acciones concretas dirigidas a la ciudadanía.

En este contexto, la maniobra maquiaveliana de Sánchez de contraponer un plebiscito con otro, un modo inteligente de hacer de necesidad virtud, también evidencia una operación demasiado tacticista hacia el presente que corre el peligro de perder la perspectiva histórica del tiempo que vivimos. Es aquí donde dos tentaciones relacionadas podrían ser contraproducentes en el 23-J: pensar que el órdago orientado a marcar el tiempo político puede movilizar a una población mayoritariamente desafecta que, justo por eso, sintoniza mejor con una derecha no tan ideologizada; y volver a sacar al pitbull del fascismo. Respecto a lo primero, da la sensación, intensificada tras la pandemia, de que el nuevo pulso social queda mejor sintonizado por una derecha que busca alinearse con el mínimo común denominador de una sociedad políticamente más desafecta y que, sobre todo, quiere vivir su presente, en este caso, sus vacaciones. En este sentido, el comentario de Feijóo de que “Sánchez obliga a los españoles a elegir entre urnas y vacaciones” es elocuente de la estructura de sentimiento del PP.

Por mucho que en las redes sociales y en la izquierda tuitera aparezca continuamente una automortificación narcisista en la culpa, sería también importante comprender que este bascular entre la autoflagelación y la acusación de las traiciones del otro no deja de ser una forma indirecta de darnos un protagonismo compensatorio que en realidad no tenemos, la constatación de que en realidad no sintonizamos tanto con la cotidianeidad social. En ciertas autocríticas, incluso, no deja de asomar la patita un cierto orgullo oscuro por el reconocimiento de responsabilidad.

Lo que nos vamos a jugar este 23-J, sin embargo, no pasa por relatos heroicos, sino por conservar un modesto horizonte de lo posible que quedó implementado, entre otras, con medidas económicas del Gobierno como el tope al gas, el impuesto a los beneficios extraordinarios de la banca, la subida del salario mínimo, o reformas de modernización social como la ampliación de derechos LGTBI. En esta disputa, entre la amenaza de la restauración y la conservación de un horizonte de futuro, el discurso de “que no ganen las derechas” solo puede llevar a la resignación y al cinismo. Solo este bloque progresista afirmativo y propositivo podrá sumar y estar a la altura de los terribles desafíos que nos plantea el siglo XXI.

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