Dos derechas y unas elecciones
El PP de Feijóo es el mismo que intentó poner en marcha Rajoy, quizá más centrista y menos tecnocrático. Vox es una escisión con menos de nazismo que de casticismo o nacionalismo español
Es posible que a Mariano Rajoy no le asistiera su mejor versión retórica cuando —abril de 2008, antes del congreso del PP en Valencia— pronunció la frase “si alguien quiere irse al partido liberal o conservador, que se vaya”. El momento era trascendente. Al término de una legislatura de lucha con el trauma de 2004 y no pocos esquifes del aznarismo, Rajoy conocía una apoteosis que, tras hostilidades serias y asaltos inconclusos a su liderazgo, era a la vez política y personal. Por fin tenía las manos libres para llevar al PP donde quería, y una autoridad mayor que el dedazo desengañado de Aznar. La orientación estaba definida: el PP no iba a ser un partido doctrinario puro, sino un partido de síntesis y concertación liberal-conservadora. Ambas almas debían convivir y no solo eran bienvenidas, sino esenciales: con garbo mejorable, en su discurso vino a decir que liberales y conservadores debían amalgamarse; estar dentro, sumando, y no fuera, dividiendo. La formulación, en todo caso, iba a escocer. Dicen que el Imperio británico se hizo en un despiste: no pocos demonios de la derecha contemporánea derivan de este malentendido.
Desde un punto de vista electoral, el planteamiento tenía sentido: si el PP quería ganar elecciones, no podía ser un partido de ortodoxias, sino elástico e impuro, capaz de hacerse atractivo a lo que en la derecha pensaban —y siguen pensando— que era la mayoría socialdemócrata de España. La conveniencia era aún mayor en un escenario de predominio de los dos grandes partidos: el centroderecha podía esperar una victoria sin muchos más esfuerzos que el de ser inofensivo. Pero no solo había cálculo electoralista. La postura del PP implicaba —algo poco subrayado— el abandono de un conservadurismo militante, fuertemente ligado a nuestra tradición y a una cierta tendencia a mezclar a Dios y al César. En parte, se creía que —simplemente— la sociedad española y el propio PP ya no eran tan conservadores desde el punto de vista moral. Durante años se había ido sustituyendo la ligazón antropológica, social y teológica de un conservadurismo burkeano por un conservadurismo ligado a la inhibición y adaptabilidad de Oakeshott. Es muy posible que todo fuera involuntario; que en la séptima planta de Génova no se estuviera hablando todo el día de politólogos ingleses. Pero esa iba a ser la inspiración del nuevo PP: el Gobierno, dados los ideales en conflicto en la sociedad, no es más que el árbitro que aplica las reglas. Su deber, frente al intervencionismo socialista, no es “perfeccionar al hombre”, ni “imponer un modo de vida, sino organizar la vida en común (…) acomodando unas moralidades con otras”. El conservadurismo será, por tanto, “una manera de adaptarse al cambio”. Vox lo iba a llamar “derechita cobarde”.
La coyuntura, en todo caso, ayudaba. El PP de Rajoy quiso apartarse de modo expreso de la tentación de las ideologías: se juzgaba muy negativamente el efecto sobre los populares de la aventura neoconservadora, y de hecho durante estos años se iba a romper con Faes y Aznar no iba a dejar de estar molesto. La crisis, además, ofreció una coartada tan real como pintiparada para reforzar los perfiles técnicos.
Si la posición del PP podía tener utilidad electoral, también tenía sus riesgos: la elasticidad conocía sus límites, justo en las fronteras conservadoras y las rozaduras liberales de las que surgieron Vox y Ciudadanos. Junto a ello, al buscar la validación de la mayoría socialdemócrata, el PP parecía ceder al socialismo la primacía moral en nuestro sistema, asumiendo un papel de tenor suplente. Es aquí donde Vox se activa: no es vano recordar que, antes de ser vitaminado por la crisis catalana, Vox comienza como escisión intelectual del PP. Algunos iban a tener fantasías húngaras y polacas, pero Vox se presenta ante todo como un PP auténtico que luego iba a incorporar otras añadiduras para perfeccionar su modelo de, en expresión de González Cuevas, “derecha identitaria”: en Vox pueden convivir iliberales contemporáneos con nostálgicos del thatcherismo, un conservadurismo clásico con un uso hábil de la comunicación contemporánea e inspiraciones varias del tradicionalismo español y cierto espíritu joseantoniano. Un partido que tiene menos de nazismo que de casticismo o nacionalismo español.
En la contienda política gana quien logra presentar un futuro más atractivo. Los partidos conservadores suelen tener aquí un déficit de ilusión y novedad: defender la mejora lenta del statu quo no tuvo nunca, y menos hoy, la mejor venta. Oakeshott no gana elecciones. El asalto perfecto de Vox y Ciudadanos pasó también por representar una ilusión que el PP —gestor gris, cuando no corrupto— ya no encarnaba, y que de hecho ha encarnado pocas veces más allá de las expectativas propias de cambios de ciclo como en 2011. En todo caso, podría pensarse que el milagro es la mera supervivencia de un PP durante años asediado por los pantallazos de Bárcenas, las amenazas existenciales de otros partidos, el precio de la gestión de la crisis, el aflorar de cainismos internos tras la moción de censura y la experiencia de Casado. Guste o no, en España no hay ola reaccionaria: hay una derecha firmemente asentada y una izquierda que debe hacer examen.
De cara a las elecciones conviene, no en vano, reconocernos en algunas verdades. Feijóo y Sémper no son Trump y Bolsonaro, sino la derecha moderada y europea con la que decía soñar la izquierda. Sánchez es un líder cuya energía debieran emular otros: además, ha sacado adelante presupuestos con notable habilidad política y desde fuera se le estima porque no hay cachiporras en Cataluña. Vox, que tanto abominaba del Estado de las autonomías, se ha acomodado en gobiernos autonómicos sin que los niños desfilen cantando el Cara al sol. Junto a esto, hay otras realidades que también conviene contemplar. Millones de españoles votaron al PP a sabiendas de quién podía ser su socio de preferencia. Al PP no solo le asiste la buena inercia electoral, sino el inesperado castigo personalísimo a Sánchez en unos comicios que no eran los suyos. Así el tablero, todo lo que haga Feijóo para ganar tiempo con la formación de los gobiernos autonómicos será presión añadida para Vox y PSOE. Antes o después, en todo caso, habrá refriega: en Vox se le tiene al PP la hostilidad que se le presta no al enemigo sino al traidor. Pero por primera vez la relación PP-Vox, hasta ahora más torturada para los populares, empieza a ser también problemática para Vox.
El PP muchas veces se ha soñado otra cosa, pero es una de nuestras tradiciones que los españoles lo vean como el partido que ordena la casa tras la fiesta. Ahora mismo se quiere compatibilizar lo que se ve como un cambio de ciclo con el músculo intelectual —aún por estrenarse— de Reformismo21 y la voluntad de repartirse con Vox el espacio a la derecha del PSOE. A Feijóo le cuadra bien el momento con las distintas trincheras —la de Moreno, la de Ayuso— bien cubiertas y la llegada de no poco talento de Ciudadanos.
El de Feijóo es el mismo PP que echó a andar con Rajoy, quizá más decididamente centrista y menos tecnocrático. Aquí, sin embargo, hay que meditar un poco: a veces podemos llamar tecnócratas, sencillamente, a la gente que sabe. El problema de ese PP fue más melancólico y se arrastra todavía: con una gran mayoría absoluta, el balance reformista —pensemos en la Comisión para la Reforma de las Administraciones Públicas— resultó frustrante. De entonces a hoy, el país es mucho más difícil de reformar: ni Feijóo ni Sánchez lo podrán hacer en solitario. Pase lo que pase, seguirá la entropía. Salvo que se rompa la frontera de lo innombrable en la política española, PP y PSOE se reconozcan y vayan convirtiendo en pasado el no es no.
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