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tribuna
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Aguafiestas

La más cruel de las trampas consiste en pretender que procesar datos en un contexto objetivo decide nuestro voto, descuidando el impacto que tiene en este la comunidad social que construimos día a día

El PP se queda las grandes ciudades; el PSOE pierde su poder municipal
Seguidores del PP celebraban los resultados de las elecciones del 28 de mayo frente a la sede de la formación en Madrid.Claudio Álvarez
Nuria Sánchez Madrid

Los de la España ‘grande, única, sola’ o como se diga (¡una, grande, libre!) asesinaron a la que conocí y —como en cualquier película— la reemplazaron por un doble”. Con semejante pasmo retrataba el escritor republicano Max Aub el viaje que lo había traído de vuelta a la España gris de Franco en 1969. Ciertas reacciones al resultado de las recientes elecciones municipales y autonómicas en nuestro país recuerdan la indignación que Aub sintió hacia una sociedad que parecía haber cambiado de piel en el giro de unas cuantas décadas. Un cambio de ciclo político precisamente cuando la agenda social acumulaba avances insólitos tras una estragadora pandemia y complejos acuerdos entre sindicatos y la patronal.

Ante la paradoja han proliferado las denuncias de inconsistencia lógica, cuando no de irresponsabilidad o incluso felonía de los votantes que han castigado a los partidos de la izquierda para dar su apoyo al PP o normalizar opciones de extrema derecha. Pero la más cruel de las trampas consiste en pretender que procesar datos en un contexto objetivo decide nuestro voto, descuidando el impacto que tiene en este la comunidad social que construimos día a día. Se presupone así que los argumentos son los únicos factores que nos motivan, accionan y conmueven, como si una tupida red de usos, gestos y prácticas neoliberales no llevasen demasiado tiempo acuñando nuestros marcos mentales. Ahora bien, la mayor lucidez conceptual queda inerme ante la coacción muda ejercida por la dependencia emocional en que nos encontramos con respecto al régimen estético y discursivo de la racionalidad especuladora.

Esta impotencia del concepto lanza la carga de la prueba sobre quienes pretenden explicar la adhesión política únicamente desde la lectura de programas, el impacto del marketing publicitario o el diseño de la propaganda, como si encarnáramos un sujeto cartesiano solo sensible al orden categorial. Dos elementos ofrecen a mi entender claves importantes del llamado cambio de ciclo. Uno de ellos remite a la multiplicación actual de sujetos que se ubican de manera contradictoria en las relaciones de clase, señalada con todo acierto por Olin Wright, cuyo sufrimiento social se drena mediante la idealización perversa de aquellos que parecen haberse salvado del abismo.

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Una secuencia conductual habitual en estos casos toma como referente a los “elegidos” por el mérito o la suerte —en el sistema vienen a ser lo mismo— y sueña con participar de sus privilegios y expectativas, con ayuda de un pensamiento mágico que prescinde enteramente de toda lógica política. Cuando los mecanismos del Estado interpelan especialmente a este sector poblacional, generalmente el menos guarnecido por patrimonio y renta, se produce el efecto clase media que Emmanuel Rodríguez ha identificado como un dispositivo profundamente corrosivo para la sociedad española. Sus pilares se remontan a la economía moral instituida por los gobiernos de José María Aznar para disciplinar al pueblo con guante de terciopelo de la mano de su integración en los derechos financieros. El ilustrativo documental El año del descubrimiento de Luis López Carrasco enfoca la cara oculta del paso de un país de proletarios a un país de hipotecados, troquelados por la subordinación económica como promesa de promoción social.

Otro elemento crucial para evaluar siquiera la naturalización de las políticas conservadoras estriba en una suerte de paulatina neutralización técnica de logros sociales como el aumento del salario mínimo, la vivienda como bien básico, la progresividad fiscal, una sanidad pública de calidad, la mejora de la protección laboral y la garantía universal de derechos sexuales y reproductivos. Como si el sentido común —y no la voluntad política— los hubiera alumbrado. Displicente con este contexto cultural, Rafael Sánchez Ferlosio, en la estela de Thorstein Veblen, señalaba en los noventa en este mismo periódico que los españoles parecían bregar ya entonces para no ser menos y evitar quedar reducidos a lo abyecto para el cuerpo social. Una tormenta perfecta de hábitos de consumo, prácticas financieras y tecnologías de control ha ido metamorfoseando desde entonces las demandas de derechos clásicos reclamados por el movimiento obrero en productos susceptibles de gestionarse desde ejes institucionales entendidos como empresas, crecientemente restringidos al “español de bien”.

Ahora bien, ambos procesos surgen de un vacío dejado por experiencias de interdependencia intergeneracional que hemos ido olvidando en aras de la externalización de las necesidades y un expertismo de los saberes que comportan un empobrecimiento antropológico inmediato. Aislados en suburbios o en urbanizaciones perdimos la memoria corporal de una articulación más democrática de las capacidades y actividades profesionales de la ciudadanía. Ese régimen vital fragmenta nuestra percepción social y complica enormemente conformar un movimiento ciudadano sólido, a salvo del liderazgo tóxico exhibido por los partidos políticos. Una impotencia tanto más palpable cuanto más se insiste en revertir el daño realizado por los imperativos de la época desde la mera teoría, sin mediación de ninguna praxis social sostenible, cuyo tejido requiere regeneración y paciencia.


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