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editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Réquiem por Ciudadanos

El 28-M redujo a la ruina definitiva al partido que se presentó como de centro liberal y acabó en la casa de la derecha

Albert Rivera e Inés Arrimadas durante la campaña de las elecciones catalanas de 2017. Foto: CARLES RIBAS
El País

La extinción política de Ciudadanos tras las elecciones del 28-M no ha llegado como una sorpresa caída del cielo, pero sí quizá procedente de otra era política. Solo hace cuatro años que la formación fundada en Cataluña en 2006 estuvo a 200.000 votos de batir al PP en las elecciones generales de abril de 2019 y llegó a obtener hasta 57 diputados. La dilapidación política de ese extraordinario capital llegó tras frustrar Albert Rivera el pacto de gobierno con Pedro Sánchez, y ahí empezó el castigo a Ciudadanos de su propio electorado apenas cinco meses después, el 10 de noviembre de 2019, y tras haber pactado en tres autonomías gobiernos que mantenían al PP al frente: descendió a 10 diputados.

La cadena de errores cometida por el líder y cofundador, Albert Rivera, es difícilmente igualable y tampoco es fácil explicar el declive de una formación que despertó las esperanzas de más de cuatro millones de españoles en 2019 para quedar hoy en apenas 300.000 y una trifulca grotesca entre sus dirigentes retransmitida en directo. Quienes lo vivieron desde dentro lo han contado y es por tanto público: el endiosamiento hasta la hibris clásica (o la desmesura de la ambición) de su líder cuajó en la meta de vencer al PP y liderar a la derecha española. El estropicio fue descomunal, aunque a Rivera le volvió la lucidez al día siguiente de la debacle de noviembre de 2019, como la ducha fría de realidad después del delirio, y presentó la dimisión ante una militancia incrédula y conmocionada.

Del inexperto fundador del partido a los 26 años, y exmilitante del PP, quedaba ya muy poco. Había sido un partido de ámbito nacional gestado al calor de los poderes empresariales y financieros españoles, espantados ante la emergencia de una nueva fuerza política sin control oficial, sin estructuras y sin pasado, Podemos. Tras una famosa declaración del presidente del Banco de Sabadell —”necesitamos un Podemos de derechas”—, el pequeño partido catalán, nacido para combatir a un nacionalismo que pronto viraría hacia el independentismo, logró un alto protagonismo a escala nacional reivindicando la intolerancia hacia la corrupción y no ser de derechas ni de izquierdas. El apoyo mediático estuvo muy repartido y fue económicamente opulento: en sus primeras generales en 2015 obtuvo nada menos que 40 diputados y tres millones y medio de votos. Su vocación socialdemócrata originaria, según su ideario, se disolvió en 2017 en favor de un liberalismo progresista que se decantaba una y otra vez hacia la derecha en los momentos decisivos, mientras recrudecía su radicalidad pirotécnica contra Sánchez y el nuevo socialismo muy alejada de centrismo alguno.

La ausencia de encarnación política en España de un liberalismo europeísta seguirá siendo una excepción tras la muerte política de Ciudadanos, pero en realidad hacía ya mucho tiempo que no representaba los valores que estuvieron en su origen. Lo tuvo todo menos el primer puesto, y solo esa carencia explica la calcinación en vivo de un partido que había llegado con la bandera de la regeneración democrática ante la pandémica corrupción que afectaba al PP. Pronto fue solo un partido más, con decapitaciones de líderes valiosos y abandonos en masa de sus mejores cuadros. Pactó sobre todo con el PP, quiso vencer al PP sin lograrlo y sucumbió al final al hambre de crecimiento a toda costa del PP. Los últimos tiempos configuran la crónica de la descomposición de un partido que ha vivido la amargura del regreso a la casa del PP de la gran mayoría de sus votantes, y también a Vox. Es un epitafio casi trágico para una aventura de éxito fallida.

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