Domingo
No hubiera querido estar en ningún otro sitio: dos personas mirando algo con poco interés, la cabeza perdida en ensoñaciones


Hacía años que no era domingo. Entonces llegó el 14 de mayo. N. y yo estábamos solos, todos se habían ido temprano. La casa de la Costa Brava desbordaba de silencio inusual. La noche anterior habíamos hecho una despedida para los que se marchaban. Yo estaba recién llegada de Francia, con cansancio e ilusión, dos cosas que desgastan. Bebimos mucho. En algún momento, subí a mi cuarto y caí desfallecida. Al despertar ya no había nadie. Estábamos sólo N. y yo, el domingo y la casa vacía. A las 11 me puso un mensaje: “Estoy en la cocina”. Bajé. Comimos embutidos. Bebimos té. Flojos, lentos, la ropa sin prolijidad. Fuimos a leer al sol. Pronto se nubló y empezó a hacer frío. N. dijo “Podríamos ver una película”. Me pareció bien. Primero fuimos a descansar un rato. Respondí correos, me di una ducha. A las cuatro, N. me envió otro mensaje: “¿Quieres ver eso?”. Pero había sol y decidimos caminar. Anduvimos una hora por la montaña y la playa. Al volver a la casa, subimos a la segunda planta donde hay un televisor que ocupa media pared. Pusimos Vórtex, de Gaspar Noé. A la película se le ven los hilos, las intenciones. Eso nunca me interesa pero no quise dejar de verla. Le pedí a N. que me pasara unas mantas, me arrebujé debajo de lanas caras en un sofá descomunal. No hubiera querido estar en ningún otro sitio: dos personas mirando algo con poco interés, la cabeza perdida en ensoñaciones, cada uno en su mundo improvisado. La película terminó cuando aún había sol. Bajamos a cenar los restos del cordero del sábado, grasa y proteínas para calmar la resaca. N. se fue a su cuarto temprano. Yo me quedé en la terraza. Había hecho cosas tontas con pereza, no había producido ninguna novedad y, aun así, estaba viva. Sin generar preocupación. Casi sin pensamiento. Flotando en la blanca potencia del vacío. Era domingo sobre toda la tierra.
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