Paraísos
Me faltaba lo simple. La casa donde vivo desde abril en la Costa Brava, sus paredes blancas, el mar cubriendo las rocas como un encaje, el cielo azul Pantone


Estuve unos días en Francia, por trabajo. Vi a gente querida, inteligente, pero me sentí como un humano no contactado que, de pronto, es invadido por el tráfico, las ráfagas de perfumes caros, la ropa de buen corte. Me faltaba lo simple. La casa donde vivo desde abril en la Costa Brava, sus paredes blancas, el mar cubriendo las rocas como un encaje, el cielo azul Pantone. ¿Puede uno enamorarse de un paisaje? Claro que no. Uno se enamora de lo que puede ser allí. Llegué a ese sitio en busca de un fantasma, acompañada por un fantasma que nadie puede ver, llena de zozobra, y empecé a ser alguien que cada mañana se asombra del ánimo acomodado con que se despierta. Alguien completamente libre y solitario, con pocas necesidades, todas primitivas. Alguien que escucha la cadencia ambarina con que N. lee textos en italiano por la noche en la terraza, alguien que se ríe a carcajadas con los extraños encuentros acuáticos de S. cada vez que sale a nadar y con el oscuro sarcasmo de M. durante las cenas. Alguien que deja pasar las horas como si el tiempo fuera interminable. Alguien que devora novelas de más de 600 páginas. Alguien que escribe mientras corre escuchando canciones que transforman la estructura del ADN. Alguien que alcanza su máxima potencia: la de no existir. No son el cielo, ni las rocas. Soy yo. Con un callo nuevo en la mano derecha, con una cicatriz de estreno en el antebrazo, con los labios quemados por el sol, con las uñas rotas, en un tiempo y un espacio donde puedo dejarme alcanzar por lo que sea y permitir que me venza con altivez y sin aspavientos. Pienso poco. Voy vacía. Respiro un aire fulgurante y, a la vez, vivo dulcemente asfixiada. Cuando me vaya ―pronto― no me iré de un lugar sino de una etapa de la vida. Pero hay que insistir en la pérdida del paraíso. Vendrán otros: yo siempre quiero más.
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