Las urnas
No está de más que los demócratas intentemos llevar de nuevo la ilusión a las urnas, sustituir el deterioro de las instituciones por el deseo de convivencia
Recuerdo la ilusión con la que fui a votar por primera vez. El primer voto es tan importante como el primer beso, pero quizá conviene recordar que las ilusiones y el deseo se multiplican cuando acercarse a unos labios o a una urna no tiene que ver con el paso natural de los años. La represión que había acabado con la democracia española en 1939 daba más incentivo, quimera, deslumbramiento, bondad… al beso y al voto. Hasta la virtud y el amor sentían el aguijón del pecado. Uno depositaba en la urna la palabra futuro, esperaba decidir de manera conjunta la próxima estación del tren y consideraba compatibles los deseos, la convivencia y el futuro.
Ya sé que todo esto es un poco ingenuo, pero tengo la necesidad de ponerme ingenuo para enfrentarme a una crispación tan ingenua como la que padecemos hoy. Resulta muy triste que las urnas no sean un depósito de ilusiones, sino de odios. El pensamiento reaccionario ha extendido la costumbre de acudir a las urnas para que se deposite en cada voto un cargamento de antipatías. Inquina a políticos determinados, las ideas del otro, las instituciones, las leyes, los impuestos, la cultura, la solidaridad, los territorios de España y los seres humanos que no pertenecen a nuestra casta. Se prefiere cualquier rumor, noticia o red que nos invite a los refugios del miedo.
No está de más que los demócratas intentemos llevar de nuevo la ilusión a las urnas, sustituir el miedo por la alegría, el odio por el amor y el deterioro de las instituciones por el deseo de convivencia. Habrá que inventar la manera de que el convencimiento no signifique crispación y la justicia sea más sólida que la avaricia o el rencor a la hora de pensar en el bien común. Un modo de pensar en nuestros hijos. Oír tu nombre pronunciado en voz alta y luego votar.
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