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Columna
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La ciudad enferma

Es significativo que en Barcelona nunca se haya hablado tan poco el catalán como ahora, según la última encuesta municipal. La gente se va. Solo desde las administraciones públicas puede intervenirse para sanar esa deriva

Escaparate con pisos en venta y alquiler en el barrio de Les Corts, Barcelona, el pasado octubre.
Escaparate con pisos en venta y alquiler en el barrio de Les Corts, Barcelona, el pasado octubre.Albert Garcia
Jordi Amat

El inglés es la lengua de uso habitual del grupo de mensajería de nuestra comunidad de vecinos. Mi bisabuelo, jefe de máquinas de un buque que hacía la ruta entre Santander y Buenos Aires, compró el edificio antes de la guerra y con esa inversión ha legado confort a tres generaciones. A mediados de los 70 mi abuela construyó tres viviendas más, en tiempos de las “ordenanzas congestivas” que subvirtieron el skyline del Eixample durante el desarrollismo, pero aumentaron el número de pisos del barrio que planificó el urbanista Cerdà y que hoy aún define la Barcelona moderna. Cuando nosotros llegamos hace 20 años, parte de mi familia materna vivía en la mitad de los pisos y en la otra mitad pensionistas que eran inquilinos de renta antigua. Eran los mismos desde hacía un cuarto de siglo. Todos catalanohablantes. Las del cuarto se detestaban, las del segundo se querían como hermanas. A principios de este año murió la señora del entresuelo, encantadora y pizpireta, la última persona mayor. Las reformas ya han terminado.

Como la mayoría de los que han llegado después de la pandemia, lo más probable es que los nuevos inquilinos sean extranjeros. No inmigración precaria, sino clase media alta continental. Ahora franceses, italianos, rusos. En caso de incidencia en la escalera, nos mandamos mensajes en inglés. Ellos son nómadas digitales que se han instalado en una capital global que los reclama. Las grandes urbes compiten para captar este talento internacional y así consolidarse como nódulos de la economía del conocimiento. Gente maja y educada como nuestros vecinos, para poner un ejemplo.

Es verdad que en otras capitales los trabajadores cualificados de estas empresas seguramente cobrarían sueldos más altos, pero a cambio en Barcelona, como en otras urbes españolas, disfrutan de un nivel de bienestar notable porque la calidad de vida aquí es lo más, la salud privada no es tan cara y sobre todo pueden pagar unos alquileres que les permiten vivir en el centro y gozar así de una zona hoy diseñada en torno al placer urbano. Pero este modelo de desarrollo económico, que es atractivo y es una evolución de la ciudad de servicios para elites cosmopolitas, activa una dinámica de gentrificación que expulsa al vecino tradicional porque su salario no le permite vivir acorde con el nivel que se va consolidando en su ciudad. Durante los últimos años el sueldo de los nietos de nuestros vecinos de toda la vida no habrá aumentado ni remotamente en la misma proporción que los alquileres. Quedarse cada vez está más jodido. Lo acaba de constatar el Banco de España. Casi la mitad de los españoles que viven de alquiler está en riesgo de pobreza. Es una cifra de récord en la Unión Europea.

Una ciudad donde la mayoría de sus trabajadores no puede pagarse la vivienda para vivir en ella es una ciudad enferma. Provoca un desarraigo que corroe la comunidad. Es significativo que en Barcelona nunca se haya hablado tan poco el catalán como ahora, según la última encuesta municipal. La gente se va. Solo desde las administraciones públicas se puede intervenir para sanar esa deriva. El lunes encontraron muerta a una mujer que se suicidó antes de que la desahuciaran por no poder pagar el alquiler. En el Eixample.

En The New York Times, Edward L. Glaeser y Carlo Ratti plantearon esta semana una terapia innovadora. Su reflexión partía de una evidencia: un número considerable de edificios de oficinas, en Nueva York como en otras capitales norteamericanas, y en algunas europeas, están dejando de ocuparse porque el teletrabajo se ha impuesto. Bastantes de estos edificios están en el centro y, aunque no siempre es fácil, posible o barato, una alternativa es la transformación de su uso para dedicarlo a viviendas. Puede ser un win win. Si el Ayuntamiento participase de esa reconversión podría actuar como un agente inmobiliario sin afán de lucro. Explotaría el atractivo de la capital global y los beneficios podría reinvertirlos en el problema endémico que debería ser eje del debate de las elecciones municipales: la consolidación de un parque de vivienda pública destinado al alquiler social para evitar que los jóvenes tengan que marcharse de su ciudad.

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Sobre la firma

Jordi Amat
Filólogo y escritor. Ha estudiado la reconstrucción de la cultura democrática catalana y española. Sus últimos libros son la novela 'El hijo del chófer' y la biografía 'Vencer el miedo. Vida de Gabriel Ferrater' (Tusquets). Escribe en la sección de 'Opinión' y coordina 'Babelia', el suplemento cultural de EL PAÍS.

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