El pinganillo de Ayuso
Las voces en la cabeza de la presidenta la han llevado a renegar de la justicia social, que ha considerado “un invento de la izquierda”
Cuentan las malas lenguas que Ayuso va con pinganillo. Varias veces se la ha visto llevándose la mano a la oreja tras alguna pregunta incómoda, o permaneciendo en dubitativo silencio para de pronto recitar, como si recibiese una revelación, un par de eslóganes que, más que del ángel Miguel, parecen venir de Miguel Ángel (Rodríguez) o de algún otro asesor del PP.
Otra posibilidad es que Ayuso tenga realmente capacidades mediúmnicas y esté en contacto con potencias del más allá. Pero, a juzgar por los mensajes que le dan, no parecen de origen celestial, sino luciférico. Recientemente, las voces en la cabeza de la presidenta la han llevado a renegar de la justicia social, que ha considerado “un invento de la izquierda” pero que es un concepto acuñado por un sacerdote, articulado en el catecismo y objeto de encíclicas papales. Es posible que esté canalizando al espectro de la Thatcher, que, se rumorea, lleva infestando las sedes del PP madrileño desde la época de Esperanza Aguirre, como un poltergeist neoliberal que en vez de abrir y cerrar puertas se dedica a abrir terrazas y cerrar servicios públicos.
Thatcher fue la primera negacionista de la justicia social, incluso iba más allá: no existe nada que sea social, “no existe la sociedad” (there’s no such thing as society). Ni siquiera existe la justicia de tipo alguno; ante la desigualdad, “no hay alternativa” (there is no alternative). La Dama de Hierro fue la lideresa de un endiablado proceso que, como buena parte de los males de la modernidad, se fraguó en la anglosfera: la transformación de una derecha de valores en una derecha de precios, de conservadores a consumidores, de estudiosos de Aristóteles a enganchados a Popper. No a la droga que deja abiertas todas las oquedades del cuerpo, sino a un Popper mucho más tóxico: el que deja abiertas en canal a las sociedades.
Con “sociedad abierta”, el teórico se refería a aquella que, como en el caso de la droga, pierde su capacidad muscular defensiva y queda en disposición de ser penetrada por multinacionales, banca y fondos de inversión. Para ello se han de negar conceptos clásicos como el de vida buena, interés nacional o bien común.
Así lo escribe el Institute of Economic Affairs, grupo de presión thatcheriano: “No existe un único concepto de vida buena, por lo que es un error plantear políticas públicas que ayuden a la gente a poder formar una familia; pueden ser políticas dañinas para las personas, porque las hace renunciar a otras fuentes de felicidad igual de valiosas, como viajar por el mundo en soledad o seducir a desconocidos en clubes nocturnos”. Hay que insistir en que la cita no es de un pasquín de la izquierda sesentayochista y anarcoide de noches de MDMA y poliamor, sino de una prestigiosa publicación oficial del liberalismo económico.
A menudo, la progresía llama bueno a lo malo y malo a lo bueno, pero solamente el liberalismo se atreve a ir tan lejos como para enunciar que no exista ni el bien ni el mal. Afortunadamente, con o sin pinganillo, todos tenemos una voz en la cabeza. Se llama conciencia y, mientras la escuchemos, ni Ayuso ni nadie podrá convencernos de que comprar bebés sea bueno, o de que investigar la muerte de ancianos en residencias sea malo.
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