Solo se puede admirar de cerca
Hacerlo de lejos es idealizar, es admirarse en realidad de uno mismo y de la propia capacidad de proyectar, de imaginar al otro
“Admirar es algo que solo se puede hacer de lejos”. Lo escribió Diego Garrocho en el diario Abc y me arruinó el día: me lo pasé entero intuyendo que aquello no podía ser cierto, pero sin saber explicar por qué.
Como Garrocho es mucho más listo que yo, y como es profesor de filosofía y ha sido vicedecano, mi primer impulso para intentar rebatir su posición fue buscarme unos papers. Encontré y encargué La virtud en la mirada, un ensayo de Aurelio Arteta sobre la admiración como valor moral. Y, como me tomé muy a pecho el asunto, a la espera de que me llegara imprimí uno de sus trabajos académicos sobre el tema.
El tocho impreso acabó pintarrajeado por mi hijo mayor, que va a cumplir dos años; el libro, cuando llegó, fue sepultado en la montaña de lecturas pendientes, seguramente también a causa de mis hijos, pues desde que nacieron vivo mucho, así que leo poco. Pero fue viviendo como encontré la manera de explicar que no solo es posible admirar de cerca, sino que quizá sea la única manera.
Sucedió esta misma semana. Iba con mi hijo mayor en brazos cuando una señora se paró a preguntarle que cómo se llamaba y cuántos añitos tenía, a lo que él respondió diligentemente. Después, sonriendo mientras se apretaba contra mi pecho, le dijo a la mujer: “Y esta es mi mamá”. Quise entonces guardar ese orgullo menudo para cuando me haga falta, para cuando me pida que no lo lleve a la puerta del instituto delante de sus amigos, sino que mejor lo deje en la esquina.
También quise llamar al Abc y pedirles que me pasaran con Garrocho. Tenía algo urgente que decirle: ¿cómo no se va a poder admirar de cerca, si existen las madres? Sobre la relación paterno-filial escribió que de niños admiramos “a los héroes y a los padres porque siempre están lo suficientemente lejos como para resultar incuestionables”. Después viene, claro, la adolescencia. La decepción que emana al darse cuenta de que los padres son, además, personas. Y, como tales, aciertan y yerran. Pero si hay suerte, y normalmente la hay, tras ella llega la madurez, y el cuestionamiento ajeno deviene en el propio, y de él surge la reconciliación.
Admirar de lejos es idealizar, es admirarse en realidad de uno mismo y de la propia capacidad de proyectar, de imaginar al otro. Es quizá sorprenderse, por eso la sorpresa no puede prolongarse en el tiempo, pero la admiración a veces crece con él. Si no fuera posible admirar de cerca no diría el Génesis “y vio Dios que era bueno”, ni le habría pedido a los ángeles ―estos sí, perfectos―, que admirasen a la humanidad con sus oscuridades.
Igual que seguramente quien más admire a Velázquez sea aquel que conoce que las patas del equino de Felipe IV a caballo están llenas de correcciones, es en el momento que uno pasa a formar parte de su club cuando comprende realmente a sus padres. Así al menos me ocurrió a mí. Es cuando más cerca he estado de mi madre, convirtiéndome yo también en una y haciéndola a ella abuela, cuando más la he admirado. Cuando he comprendido de verdad sus luces, pero también sus sombras. Cuando más orgullosa me he sentido de su alegría, de su fortaleza y de la levedad con que mira todo. Cuando más ganas he tenido de contarle al mundo, como le contó mi hijo a la señora, que ella es mi madre.
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