Camilo y Camilín
Uno de los sapos más difíciles de tragar para los padres es que los hijos no son tuyos. Que nadie puede ayudar a quien no quiere, no sabe o no puede dejarse, aunque sea lo que más se ama en el mundo
Hablé con Camilo Sesto el día que cumplía 70 años. Para celebrarlo, el ídolo del pop, enfermo y en horas bajas, presentaba un disco con lo mejor de su repertorio y pude ver de cerca su rostro, tan estirado e inflado a la vez, que no podía cerrar del todo los labios ni los párpados. Algo de mi horror y fascinación debió de atisbarme al observarlo porque, sin siquiera preguntarle nada, me soltó a la cara: “Mírame a los ojos, soy lo que ves en ellos”. Le hice caso y lo que vi fue la soledad y el desamparo más absoluto en un hombre que antes tenía que sacudirse a los moscones a manotazos. No he podido quitármelo de la cabeza. Estos días, al ver el alarmante deterioro de su hijo, Camilo Blanes Ornellas, Camilín para esa prensa farisea que condena a la infancia perpetua a los hijos de sus dioses, aunque sean hombres hechos y no siempre derechos, como todo hijo de vecino, volvió a asaltarme la imagen del autor de Melancolía.
El talento no siempre se hereda. Ni la belleza. Ni el carisma. Ni el amor propio. Ni las ganas de trabajar. Ni las de vivir, si no se tienen, o se pierden, o ya no se desea nada, teniéndolo todo. Así aparece en sus últimas fotos Camilo hijo. Espectral. Ausente. Ido. Encerrado en la mansión del padre, destrozando su fortuna, calzándose sus pelucas, sonriendo al objetivo con los dientes roídos por la podredumbre, y con su madre intentando a las bravas la misión imposible de salvarlo de sí mismo. Lo sabe quien lo ha vivido. Uno de los sapos más duros de tragar para unos padres es comprobar que los hijos no son suyos. Que nadie puede ayudar a quien no quiere, no sabe o no puede dejarse, aunque sea lo que más se ama en el mundo. Mientras, enfrente, los biempensantes sentenciamos que a nosotros nunca nos hubiera pasado, el pobre niño rico sigue autodestruyéndose a conciencia. El día de su septuagésimo aniversario, Camilo padre parecía tan hueco con las lisonjas como ansioso por volver a su madriguera con sus discos de platino, sus pósters de Jesucristo Superstar y las cenizas de sus días de fuego. Tuve entonces la certeza de que sería la última vez que lo vería. Murió tres años después, más solo que nunca. Padre e hijo tienen los mismos ojos color piscina. Ojalá no se repita la historia.
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