Cervantes en Gibraltar
La variedad de español que se habla en el Peñón necesita protección para no perder hablantes y necesita incentivos externos para que no sea una lengua meramente de coloquio y calle, para que sea también una lengua elaborada
La tinta de la coronación regia de Carlos y Camila está tan fresca, suena todavía tan cercano el traqueteo de la carroza en que salieron de paseo por las calles londinenses que apenas me atrevo a musitar el nombre, hoy malhadado, de Diana de Gales. Qué estragos ha hecho el tiempo en el Reino Unido y en España entre 1981, fecha del primer enlace del monarca recién coronado, y este 2023. En el tablero de ajedrez, las piezas han variado en posición y fuerza: allí, un alfil cruzado sacó del juego a la dama; aquí, el rey de entonces se enroca ahora en su particular torre saudí. A ambos lados del tablero, sigue en jaque una casilla fundamental: la colonia de Gibraltar. Como peones, los gibraltareños y los españoles que trabajan allí o que viven cerca de la frontera siguen a expensas del movimiento de piezas que quieran los jugadores.
Y la partida está entre dos gobiernos, el español y el británico, que han pasado por distintas etapas y tramas en su relación con el Peñón. Blancas y negras se han ido alternando en el juego a ritmo inconstante. En 1981, los reyes de España no acudieron a Londres a acompañar al nuevo matrimonio porque se entendió como una afrenta diplomática que los príncipes de Gales incluyeran Gibraltar como primera parada de su viaje de bodas; la Verja, línea de control militar entre los dos países, llevaba cerrada desde 1969; vinieron encuentros y desencuentros por el camino: la apertura de la Verja en 1982, la Declaración de Bruselas de 1984, el Acuerdo de Córdoba de 2006...
En la actualidad, cualquier paso que se dé en las relaciones bilaterales se encuentra presidido por el desastroso Brexit, que, en principio, saca a Gibraltar del espacio Schengen y pone a España en buena situación negociadora. Si ahora se dan “excelentes relaciones bilaterales” entre ambos países, como se ha declarado desde Exteriores, es tiempo de poner en el tablero gibraltareño un caballo que España necesita y que debemos reclamar: la reapertura del Instituto Cervantes de Gibraltar. Este se inauguró en 2011 y se mantuvo abierto cuatro años hasta que, arguyendo falta de rendimiento, se decidió su clausura. José Manuel García-Margallo, entonces ministro de Asuntos Exteriores y de Cooperación del Gobierno de España, afirmó en ese momento que este era un centro innecesario porque en Gibraltar todo el mundo hablaba español salvo los monos. No tenía razón, ni siquiera en lo de los monos; de hecho, si me permiten la sorna, quienes hemos visitado el Peñón, damos fe de que esos simios saben no solo español e inglés sino latín clásico, griego de Pericles y nociones de ChatGPT.
Una lengua no es solo saber una gramática, tener un nivel B1 o conjugar el subjuntivo. Y un Instituto Cervantes no es (hasta lo que yo sé) solo un lugar con pizarras para capacitar en niveles de lengua a los matriculados. De un Instituto Cervantes en Gibraltar se esperan, sí, cursos de lengua, pero también cursos de español académico, para que los gibraltareños no solo sepan hablar español en una tienda de Algeciras o se manejen bien departiendo con un parroquiano en un bar de La Línea, sino para que sepan presentar un trabajo en nuestro idioma, argumentar cualificadamente en español y desenvolverse en contextos formales. De un Instituto Cervantes se esperan también actividades culturales que difundan la tradición literaria del español y de las lenguas de España. Reclamo un Instituto Cervantes en Gibraltar para que por allí paseen los poetas andaluces de ahora, que hablan con acento similar al del español gibraltareño; para que linenses y algecireños crucen la Verja para visitarlo y no solo para trabajar.
Peticiones maximalistas de territorialidad al estilo del viejo lema “Gibraltar español” suscitan en este momento más nostalgia que adhesión. Pero, sea lo que sea o lo que termine siendo administrativamente Gibraltar, la colonia es ya un territorio bilingüe, donde se habla una variedad de español (ese español gibraltareño afectuosamente llamado “llanito”), donde el estándar británico se alterna con el español gaditano, en la mejor evidencia de que es posible hablar español e inglés de forma competente. Esa variedad de español, esa cultura gibraltareña que ha surgido de siglos de contacto, necesita protección para no perder hablantes y necesita incentivos externos para que no sea una lengua meramente de coloquio y calle, para que sea también una lengua elaborada. Se trata de proteger una lengua de herencia que, además, está poco presente en el sistema educativo oficial del Peñón. Es lo mismo que se está intentando hacer con el español de Estados Unidos, pero en Gibraltar no lo vemos tan claro, a lo mejor porque lo tenemos más cerca.
Para jugar bien una partida hay que observar el tablero, la presbicia es mala amiga de una táctica a largo plazo. Un Instituto Cervantes no es un caballo de Troya (qué iluso el que considere que con un Cervantes se dinamita la soberanía británica del Peñón) sino una pieza que ayuda a mantener la cultura hispánica en un entorno secular de contacto lingüístico entre el español y el inglés. Y eso lo sabe España como lo sabe el Reino Unido. En los próximos meses veremos en qué queda la partida.
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