La guerra de los reposabrazos
Apenas sentado, uno intenta apoyar el brazo y nota que la estrecha superficie está acaparada por una extremidad ajena, firme y dura como de estatua de granito
Tal vez porque no causa muertos, la historiografía y los periódicos se abstienen de relatar esta guerra más o menos mundial cuyo campo de batalla son los asientos de clase turista en los aviones. Me dice gente que sale de casa más que yo que en los cines acontecen escaramuzas similares, con el agravante de la oscuridad. Algunos indicios apuntan a que se trata de una guerra propia de varones; perdón, de ciertos varones en quienes el influjo de la educación, la cultura y otros abrillantadores de la persona no ha terminado de desactivar el instinto de los animales territoriales. Que el asunto es serio lo demuestra el hecho probado de que la mayor parte de los pasajeros procura evitar el asiento intermedio en las filas de tres, dadas las grandes posibilidades de verse expuesto a dos frentes bélicos simultáneos. Las armas con que los contendientes acuden al combate son un antebrazo y un codo. El objetivo es simple: usufructuar todo el reposabrazos entre dos asientos contiguos. Uno piensa que va de viaje y no a la guerra. Apenas sentado, intenta apoyar el brazo y nota que la estrecha superficie está acaparada por una extremidad ajena, firme y dura como de estatua de granito. Sigue una tentativa cautelosa de empuje. Queda entonces al descubierto la voluntad del tipo de al lado de no compartir el sitio. ¿Qué hacer? Un codazo sin paliativos podría abreviar las hostilidades. En tal caso convendría calibrar con exactitud los riesgos. A veces da buen resultado esperar a que el enemigo alce la mano para recoger la bebida que le ofrecen o para lo que sea, y apoderarse en una rauda maniobra del reposabrazos. Conozco trucos inspirados en la picaresca, no siempre eficaces. El típico político con soluciones para todo seguro que recomendaría el diálogo. Yo, últimamente, opto por guardar el orgullo en el equipaje de mano y me va bien.
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