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tribuna
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El sexo verdadero

La necesidad de categorizar la sexualidad de cada individuo hasta lo más recóndito no solo no nos libera sino que es un mecanismo de control social y, por tanto, todo lo contrario a una defensa por la igualdad

Sexo
DIEGO MIR
Marina Perezagua

Por la naturaleza de este texto, no sería justo empezar con mis palabras, así que voy a cederlas al cuerpo de una persona nacida en Francia en el año 1938. Específicamente, voy a cederlas a su cuerpo abierto, revelando algunos datos de la autopsia de Herculine Barbin:

“Si se separan los muslos, se percibe una hendidura longitudinal, que se extiende desde el monte de venus hasta las cercanías del ano. En la parte superior, se encuentra un cuerpo peniforme de una longitud de cuatro a cinco centímetros desde su punto de inserción hasta su extremidad libre, que está formada por un glande cubierto de un prepucio ligeramente aplanado en la parte inferior e imperforado. Este pequeño miembro, tan alejado por sus dimensiones del clítoris como de la verga en su estado normal, puede... inflarse, endurecerse y alargarse. La conformación de los órganos genitales externos de este individuo le permitía, aunque manifiestamente fuera un hombre, jugar en el coito indistintamente el papel de un hombre o de una mujer.... Podía desempeñar el papel de hombre en este acto gracias a un pene imperforado susceptible de erección y que alcanzaba entonces el volumen de la verga de algunos individuos regularmente conformados”. Este cuerpo, antes de que el doctor Chesnet diseccionara cada una de sus partes, dejó su testimonio de vida, de amor y sufrimiento, en unos diarios que Michel Foucault rescató y más tarde entregó para su publicación con el título de Herculine Barbin, llamada Alexina B. Herculine fue lo que, en su época, se conocía como hermafrodita, término que más tarde fue sustituido por uno más afortunado, menos circense: intersexual. Herculine era, biológicamente, hombre y mujer. Tenía testículos y tenía vagina. Y recordemos: su sexo estaba tan alejado por sus dimensiones del clítoris como de la verga. Toda la vida de Herculine estuvo marcada por el dolor ante la imposición de asignarle un sexo verdadero, y sus diarios son el testimonio de un ser humano que sufrió hasta las últimas consecuencias este intento por parte de otros de controlar su mente, es decir: otorgarle un nombre a su sexo. Ante ello, Foucault se pregunta: “¿Verdaderamente tenemos necesidad de un sexo verdadero?”. Herculine comienza su diario anticipando su inminente suicidio, estas son sus primeras palabras escritas: “Tengo 25 años y, aunque todavía joven, me aproximo, sin dudarlo, al término fatal de mi existencia”. A partir de ahí, con excelentes mecanismos literarios en la dosificación de la intriga y el suspense, Herculine narra con una sencillez, una bondad y un dolor lacerante, su intento por amar y ser amada más allá de ninguna categoría. Pero Herculine no tiene permitido amar, y, por último, ni siquiera trabajar. Ella, él, que se había ganado a fuerza de disciplina y estudio una excelente preparación académica y había trabajado como institutriz, vio terminada su carrera cuando su sexualidad ambigua fue expuesta y obligada a adscribirse a una etiqueta: hombre o mujer. ¡Hombre! —decidieron los médicos. Y le cambiaron el nombre: Abel. Abel tuvo que huir de su pequeña comunidad para encontrar el anonimato en París, pero ni allí recobró la libertad de su indefinición. Vagabundeó buscando cualquier tipo de trabajo, y, como él mismo dice: “no hay puerta que no llamara”. Abel pasa hambre los últimos meses de su vida, hasta que en un mes de febrero su cadáver fue encontrado en la habitación de un inmundo hostal parisino. Se había suicidado con un hornillo de carbón. Junto a ella, junto a él, reposaban sus diarios y una certeza que cualquier lector será capaz de sentir: Herculine fue muy desgraciada, pero siempre amó la vida. Herculine no se suicidó, a Herculine la suicidaron.

Decía Foucault lo siguiente: “Es en el terreno del sexo donde hay que buscar las verdades más secretas y profundas del individuo; es allí donde se descubre mejor lo que somos y lo que nos determina. Y si durante siglos se ha creído necesario ocultar las cosas del sexo porque resultaban vergonzantes, ahora se sabe que es precisamente en el sexo donde se ocultan las partes más secretas del individuo: la estructura de sus fantasmas, las raíces de su yo, las formas de su relación con lo real. En el fondo del sexo, la verdad”. Herculine deja registrado en sus diarios sus confesiones con distintos sacerdotes en diferentes etapas de su vida, en parte en busca desesperada de ayuda. Sin embargo, la confesión siempre fue uno de los aparatos de control más poderosos, y de un gran ingenio, pues se trata de un sacramento que facilita que nos delatemos a nosotros mismos. ¿Por qué siento que, casi dos siglos después, estamos expuestos más que nunca a una confesión laica llamada a escudriñar lo más íntimo de nuestro ser?: En el fondo del sexo, la verdad. ¿Puede ser la búsqueda de nuestra verdad más íntima por parte de otros una manera de control? ¿No es esta obligación a autodefinirnos públicamente una confesión que no debería salir de las fronteras de nuestra intimidad? Antonio Serrano, en su Historia política de la verdad, recuerda un pensamiento de Nietzche: “Las palabras fueron siempre inventadas por las clases superiores”. En este preciso segundo, no sé si se está añadiendo alguna letra más a las siglas LGBTIQ+ (lesbiana, gay, bisexual, transgénero, transexual, travesti, intersexual, queer y “más”). Lo que sí sé es que las dos primeras letras, L y G, tuvieron que luchar en las calles por sus derechos humanos, conocieron el dolor, los golpes, la prisión, muchos murieron por ello, se sacrificaron por otros. Lograron un cambio real y necesario. La homosexualidad aún conlleva la pena de muerte en muchos países, ¿hacemos algo? En absoluto. ¿Nos coseríamos cualquier letra en la solapa de la chaqueta si tuviéramos que montarnos en un vagón hacia lo incierto o hacia muerte? No. Es más, puede que dentro de 20, 30 años consideremos, al pensar en estos días de hoy, que la necesidad de categorizar la sexualidad de cada individuo hasta lo más recóndito de sus átomos corporales y mentales no solo no nos libera sino que es un mecanismo de control social y, por tanto, todo lo contrario a una defensa por la igualdad. Casi dos siglos después de la autopsia de Herculine aún tenemos que declarar si estamos más cerca del clítoris o de la verga. Se trata de algo muy sórdido: obligarnos, como cualquier sombra tras las celosías de un confesionario, a que expongamos nuestros más íntimos secretos, ilusiones, fantasmas. Nos quieren ver transparentes, personas como peceras que caminan por la calle mostrando a las élites lo que implica el sexo: todo, mostrando todo, con el cerebro al desnudo, quieren ver todas nuestras posturas, el kamasutra completo de nuestros pensamientos. Creo que la categorización de la sexualidad es uno de los mecanismos de control más perversos que he conocido. Algunas de las personas más desconsideradas, ambiciosas y endiosadas que conozco, viven en un barrio del Monte Olimpo, lanzando truenos y castigos desde arriba, llámese política, llámese Universidad, llámese colonizadores a destajo. Esto me remite a otros diarios: los viajes de Colón. Colón está convencido de que los propios indígenas no conocen el nombre de sus islas, de modo que la Juana es “esa isla a la que los nativos llaman Cuba”. Igualmente, la isla Española, es “esa isla que los indígenas llaman Bohío”. Lo que ocurre es que los pobres nativos —asegura Colón— no saben el nombre de su propia tierra. Siglos después de Colón, siglos después de Herculine Barbin, hay quien tiene la osadía de hacer que nos impongamos un nombre y un sexo, una clasificación, una etiqueta con el precio rebajado, sumiso, amansado, no en nombre de la conquista de un continente, sino en el de la conquista de nuestro propio cuerpo y, por tanto, de nuestra libertad.

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