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tribuna
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Hambre

La soledad cronificada es uno de los problemas sociales que más urge resolver, uno de los más ignorados y, al igual que la falta de alimento, significa un desplazamiento del eje de uno mismo

tribuna perezagua 20/03/23
CINTA ARRIBAS
Marina Perezagua

A la gente le resulta extraño que cuando voy a un hotel haga la cama de mi habitación, que limpie el baño, por qué molestarme si para eso están las camareras. No puedo decir que sea solidaridad, no es que quiera aliviarles el trabajo —tampoco es que no me alegre hacerlo—, pero el verdadero motivo es que cuando entro en un lugar donde voy a dormir más de una noche, necesito hacerlo mío, mío como si fuera mi casa, y esto me ocurre en la habitación de un hotel, en mi oficina o en una tienda de campaña.

Cuando abro la puerta de la habitación de un hotel, se me agudiza el sentido del espacio, de las posibilidades del bienestar, de una arquitectura emocional. Veo plantas aunque sepa que no están ahí, florecidas junto a un gato que toma el sol en la ventana. Veo mi colcha preferida, y mi tetera de siempre sobre un escritorio con la foto de mi bebé. No veo las maletas que he cargado durante horas de viaje y tengo que meter a rastras. Los armarios ya están organizados. Antes de que me haya dado tiempo a abrir la puerta del baño, el cepillo de dientes, el desodorante y las compresas ya están en su lugar. No veo una impersonal habitación de hotel donde otra persona a quien no conozco se hospedará cuando yo me vaya, veo un hogar para mí, y para siempre.

Creo poder rastrear cuándo empezó a gestarse en mí ese afán por hacer mío cualquier lugar de tránsito. Cuando a los 14 años supe que iba a quedarme sin casa, empecé a pasar muchas horas diarias escribiendo compulsivamente mi dirección completa en pequeños trozos de papel. Había decenas de esos papeles por todas partes, como si el acto de repetir mi dirección pudiera redimirme tal como me redimía en la escuela, mediante el castigo de escribir cien veces mi pequeño delito. Mi madre se había ido a cobijar bajo las alas de mis abuelos maternos, mi padre bajo las alas de mis abuelos paternos, ambos en diferentes ciudades y en nombre de la depresión. Volaron, sin embargo, con cierta alegría. Aquel año entendí que me había convertido en mi única cuidadora, y léase en las pocas palabras de esta frase las dificultades y la soledad que siguieron.

Yo no era huérfana, era abandonada. ¿Han visto alguna vez las imágenes de un tiburón arrojado vivo al mar después de haberle cortado las aletas? Es un buen símbolo de soledad. Al entrar de nuevo en su hábitat, el animal intenta corregir su trayectoria de desplome hacia el fondo, pero no lo consigue, donde hasta hacía escasos segundos tenía unas aletas, ahora se ven unas ablaciones amoratadas, y sigue cayendo como un torpedo lento, hasta que golpea el suelo marino. Ahí permanece, con los ojos más abiertos y redondos, abre y cierra la boca mientras por sus hendiduras branquiales sale sangre como tinta diluida de manera intermitente, con algún mensaje que nadie responderá. Así estará durante algún tiempo, entre la soledad y el hambre.

Soledad y hambre comparten una naturaleza similar: al igual que el hambre no es sólo la ausencia de comida por un día de ayuno, la soledad no es solo la ausencia esporádica de compañía. Ambas significan un desequilibrio de químicos corporales, el desplazamiento del eje de uno mismo y para siempre, de modo que cuando por fin la comida entra en nuestro estómago o un abrazo estrecha nuestro cuerpo, ya tenemos dentro el virus de la ausencia. Es como el virus del herpes zóster, que no muere, solo duerme, y un día, cuando sentimos que hemos comido bien y con los amigos de siempre, nos sale una ampolla diminuta en el costado, que se extiende como una culebrilla con muchas ampollas más, y bajamos la cabeza, y si fuéramos sinceros cuando nos preguntan el motivo de nuestra tristeza repentina en una cena tan cálida, tendríamos que decir: estoy solo. Pocos entenderían que la soledad nos entró tiempo atrás y no existen antivirales capaces de curarnos para siempre. El herpes se despierta con el sol, el astro sinónimo de la energía y la vida. La soledad puede despertarse en las mismas condiciones, cuando mejor estamos, por eso no depende de que en ese momento estemos solos o no, sino de cuál fue nuestro nivel de raquitismo afectivo en un pasado.

Por un tiempo viví en una casa donde la puerta de entrada no se abría o se cerraba. Para entrar era suficiente levantarla un poco y apartarla. No todo era desafortunado: mientras mis abuelos empollaban a sus pollos adultos, mis amigos me permitieron seguir creciendo bajo la calidez de sus plumas adolescentes. A veces dormíamos hasta cuatro en mi pequeña cama. Pero al final del día, en las fiestas, los cumpleaños, o simplemente en la rutina de una cena tras otra, estaba sola. Si una noche no llegaba a casa, nadie me buscaría hasta que pasaran unos días, y en cualquier caso el primero en hacerlo no sería nadie de mi sangre.

Las cosas mejoraron en muchos sentidos, pero pasa que, de tanto sentir la soledad, acaba por cronificarse, ocupa todo el espacio, el que vemos fuera y el que llevamos dentro, nos excluye en la esquina de un cajón de la última habitación de nuestro propio cuerpo. A veces pienso que gesté a mi niña con los mismos planos con los que se construye una habitación habitada, los mismos materiales, saliva y barro, como los vencejos construyen sus nidos. Tal vez para mí ser madre era la única manera de tener una casa de la que nadie podrá desahuciarme.

Creo que la soledad cronificada es uno de los problemas sociales que más urge resolver, y uno de los más ignorados. Recuerdo un día en que, sin saber cómo lidiar con las ausencias, salí a la calle y me senté en el primer escalón que vi. Me puse a llorar sin contención, como si nadie pudiera verme (¿acaso alguien me veía?). Una señora que pasaba por la calle se paró junto a mí, me cogió las manos, me levantó, me abrazó con mucha fuerza, mi pecho bien apretado contra el suyo, y se marchó. No dijo una palabra, pero la sintaxis fue completa e inolvidable hasta el día de hoy. Nadie como aquella desconocida me había ofrecido un consuelo tan real y directo.

Ayer uno de mis estudiantes me contó una anécdota: la semana anterior había vertido por el lavabo el agua de remojar las lentejas, y a los pocos días vio que por los agujeritos del sumidero asomaba un brote verde. Una lenteja arrojada por descuido había echado raíces en las sombrías tuberías de un lavabo. Me lo contó en mi nueva oficina, esa oficina temporal como una habitación de hotel en la que voy a vivir como para siempre. Por eso atravieso en metro media ciudad con el carrito de mi hija cargado de plantas. Las llevo a mi oficina de tránsito. Tiene tres grandes ventanas y mucha luz. Ahí florecerán. Pero si miro por la ventana y me fijo bien, ahí están: tantos enfermos de soledad que logran seguir caminando, como si nada, porque así somos los humanos, tenemos el superpoder de un antihéroe: resistir sin ningún tipo de amor, como abandonados en el suelo del océano. Pero no deberíamos tener que hacerlo. Rescatando el sentir de Bertolt Brecht: Nadie tendría que llevar, como yo llevo mis plantas, un ladrillo consigo para mostrar al mundo cómo es su casa.

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