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tribuna
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Naturaleza y biología

El caso de Ana Obregón se inscribe en un debate más ancho sobre ciencia, deseo y derecho. El principio es claro: ni debemos ni es nuestro derecho hacer todo lo que la ciencia y la tecnología nos permiten

gestación subrogada
Eulogia merlé
Santiago Alba Rico

Toda la polémica en torno a Ana Obregón y la “gestación subrogada” olvida un presupuesto muy banal: el de que solo es posible porque la ciencia ha separado la reproducción de la sexualidad, la reproducción de la maternidad y la reproducción de la vida, tres operaciones que la naturaleza parecía haber unido de manera indisoluble. Para tener un hijo, una mujer estaba obligada a mantener relaciones sexuales, gestar en su propio vientre un embrión y, por supuesto, estar viva. Hoy una persona muerta puede tener un hijo en otro cuerpo, cuyo vientre será considerado solo “gestante” y no ya “madre”. Más allá del contexto mercantil de este proceso, lo cierto es que la ciencia ha hecho posible desconectar instancias de cuya fusión ha dependido durante miles de años la reproducción material de la humanidad.

Lo curioso en este caso es que se invierte la distribución ideológica tradicional, de manera que la izquierda, muy desconfiada respecto de la idea de “naturaleza”, se manifiesta tajantemente en contra de la “gestación subrogada”, mientras que la derecha, que considera antinaturales el aborto, la homosexualidad y el cambio de sexo, está a favor de esta desconexión “artificial”. La contradicción es solo aparente. Ninguno de los dos está pensando en la naturaleza. La izquierda piensa en el cuerpo de la mujer y en la criatura nacida o por nacer; la derecha en la “biología” como mito perpetuador de la raza y de la clase.

La condición humana consiste desde el principio en una cierta desconexión respecto de la naturaleza, una de cuyas expresiones más fecundas y más ambiguas es la ciencia. Ahora bien, no hay una continuidad necesaria entre la ciencia y los derechos. Caín tuvo que recurrir a una quijada de burro para matar a su hermano Abel, pero a nadie se le ocurriría decir que ese asesinato hubiese sido legítimo de haber utilizado Caín un cuchillo o una pistola, grandes logros tecnológicos de la civilización. No está prohibido matar con las manos y permitido matar con un cañón; lo que está prohibido es la acción misma de matar. Ningún avance tecnológico constituye en sí mismo un avance humano y mucho menos una conquista jurídica. El motor de explosión, por ejemplo, fue una extraordinaria innovación de la que no se desprendía inexorablemente el derecho al uso de un automóvil privado; hoy, en pleno cambio climático, comprendemos que era un derecho no generalizable y que podría ocurrir que tengamos que renunciar a él. Otrosí para los trasplantes de órganos, progreso médico de cuyas maravillas nadie puede apostatar, pero que, en un contexto de escasez de riñones e hígados, no constituye un derecho individual. Tampoco es un derecho la adopción o, al menos, no un derecho de los padres, pues nadie podría adoptar un niño si (al contrario de lo que ocurre con los órganos) no hubiera en el mundo más niños abandonados que padres potenciales. Si la adopción es un derecho, es sin duda un derecho de los niños: el derecho a la vida, a la alimentación, al cuidado de los más frágiles. Los homosexuales no tienen menos derecho a la adopción que los heterosexuales; tienen el mismo derecho; es decir, ninguno. O solo lo tendrán —unos y otros— mientras siga habiendo niños huérfanos necesitados de protección.

Aún menos existirá, por tanto, un derecho a ser “padres biológicos”, que es una de esas cosas que ocurren o no ocurren “naturalmente”; la esterilidad se puede experimentar como una desgracia y buscar remedio en tratamientos de fertilidad y clínicas especializadas, como se pueden buscar soluciones a la calvicie. Pero no es un derecho. Aquí “biología” y “naturaleza” se oponen de un modo revelador que explica la contradicción señalada más arriba. Lo “natural” es querer cuidar, abrazar, arropar, aupar a un niño, con independencia de su procedencia biológica. Creo que en la izquierda no estamos en contra de la naturaleza, sino de la biología: en contra de que la biología decida nuestras vidas y el orden social; y estamos a favor de que, contra ella, se imponga la naturaleza, incluso en forma de vacuna, de incubadora o de biberón.

Ahora bien, el caso de Ana Obregón, con todas sus sombras distópicas y flecos macabros, se inscribe en un debate más ancho sobre ciencia, deseo y derecho. ¿Qué deseos debe la ciencia satisfacer y el derecho aprobar? El principio es claro: ni debemos ni es nuestro derecho hacer todo lo que la ciencia y la tecnología nos permiten. A partir de ahí todo es oscuro. ¿Qué criterio seguiremos para descartar o al menos regular algunas de estas innovaciones? Si Dios ha muerto, no está todo permitido, como pretendía Dostoievski; lo que sucede es que ahora todo puede ser renombrado. Eso quiere decir la famosa sentencia nietzscheana sobre la muerte de Dios: que la modernidad ha roto la conexión “natural” entre las palabras y las cosas; que no nos sabemos ya los significados y, por lo tanto, tenemos que averiguarlos. Se trata menos de renombrarlo todo que de aceptar que, bajo presiones felices e infelices, es inevitable explorar y revisar el nombre de las cosas. La cuestión es: ¿quién será ahora el nominador en lugar de Dios? ¿El neoliberalismo? ¿Vox? ¿Un grupúsculo identitario? Si no hay ya un Nominador con mayúsculas, tendremos que constituir uno minúsculo: una asamblea democrática y republicana que delibere acerca de la tradición y de la innovación, de lo que debe ser conservado y de lo que debe ser transformado. Por desgracia, en condiciones de mercado neoliberal y de iliberalismo reaccionario, esa asamblea de científicos, juristas y ciudadanos de a pie es difícil de constituir; y no será fácilmente escuchada. El debate, en todo caso, es fundamental. No podemos entregar la tradición a la reacción ni la innovación al neoliberalismo. Por eso, en esta deliberación inaplazable, el derecho es tan importante y se ve en tantos aprietos: porque es el árbitro entre estas dos instancias —tradición e innovación— que regulan necesariamente nuestra vida.

Sea como fuere, si hay que renombrar las cosas —y no hay más remedio, nos guste o no— atengámonos a estos dos criterios: la vulnerabilidad y la universalidad. El derecho tiene que proteger a los más frágiles y por eso, en el caso de la maternidad subrogada, debemos negar el derecho individual a ninguna clase de prolongación genética de los cuerpos, y menos si la condición es el dinero; y menos aún si hay miles de niños abandonados pidiendo ser devueltos a la naturaleza humana. En cuanto a la universalidad, nadie puede tener derecho a ninguna ventaja científica o tecnológica no generalizable al conjunto de la humanidad; o no generalizable sin daño para el conjunto de la humanidad. Nadie tiene derecho a comer si no comemos todos; y nadie tiene derecho a comerse al otro, pues el canibalismo es incompatible con la supervivencia general. Nadie tiene derecho tampoco a luz eléctrica en el barrio de Salamanca si no lo tienen también en la Cañada Real; y nadie tiene derecho a una huella ecológica que, de ser universalizada, haría imposible la vida humana. Con estos precarios y viejos criterios tenemos que aprender a distinguir entre mercado, ciencia y derechos allí donde de hecho el capitalismo ha superado todos los límites de la antigua humanidad. Nuestra tarea es crear otros —límites— a la medida de un niño, de un inmigrante y de un transexual.

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