Canibalismo
Aún ahora no puedo comer carne sin pensar en el pollo. Llevo comiéndomelo toda la vida en un acto de crueldad moderado que me produce algo de culpa
La costumbre de comerse el pollo que se había criado en casa era entonces bastante común. El pollo amigo, diríamos, el pollo loco que corría por el pasillo de la vivienda batiendo las alas y estirando el cuello de dinosaurio detrás o delante de los críos. Un día desaparecía y al siguiente comíamos una carne de cuya procedencia no se hablaba. Si preguntábamos, los mayores decían que el pollo se había escapado por la ventana o que se lo habían llevado a una granja donde sería más feliz que en un piso. Nos tragábamos la mentira mientras masticábamos aquella carne amarga sabiendo y sin saber al mismo tiempo de quién era. En otras palabras: nos comíamos y no nos comíamos a la vez las alitas y la pechuga y los muslos de la mascota. Dura experiencia. Aún ahora no puedo comer carne sin pensar en el pollo. Llevo comiéndomelo toda la vida en un acto de crueldad moderado que me produce algo de culpa.
Me contó una amiga que un miércoles, al volver del colegio, su hermano mayor había desaparecido. Sus padres le dijeron que se había ido al servicio militar. Lo malo es que al día siguiente comieron un estofado de carne que a ella le supo a Ricardo, que así se llamaba el supuesto recluta. Pasaron los meses y Ricardo volvió, pero según mi amiga era otro, porque estaba segura de que al primero se lo habían zampado.
—La copia —añadió— era buena, aunque no tanto como para que yo no advirtiera multitud de diferencias sutiles en su físico y en su comportamiento.
Mi amiga se fue distanciando de aquel hermano y hoy no se ven ni en Navidad.
Me viene esto a la memoria al darme cuenta de las mentiras familiares que nos tragamos a diario: mentiras políticas y mentiras económicas y mentiras sociales que saben a viejo guiso doméstico. No digo que estén mal cocinadas, pero dejan en el paladar un gusto como de festín caníbal.
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