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tribuna
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Para un nuevo ciclo, a la ofensiva

Se ha abierto un debate, sin duda saludable, sobre las posibilidades de transformación política de España, pero este no puede darse solo en términos de relaciones entre partidos o declaraciones de sus dirigentes

Para un nuevo ciclo, a la ofensiva / Íñigo Errejón
Nicolás Aznárez

Desde que el pasado domingo día 2 de abril Yolanda Díaz anunciase su voluntad de ser candidata a la presidencia del Gobierno con la plataforma Sumar, se han sucedido los artículos, las declaraciones y la polémica. Conviene en todo caso no perder de vista que la primera cita electoral serán los comicios municipales y autonómicos en gran parte del Estado español, del próximo 28 de mayo, que contribuirán sin duda a clarificar los términos de la discusión y a contrastarlos con las preferencias de los españoles. En cualquier caso parece haberse abierto o desempolvado un debate sobre las posibilidades de transformación política en España, y eso es sin duda saludable.

Sin embargo, es de lamentar que esa discusión se está dando casi en exclusiva en términos estrechos y “domésticos”: sobre las relaciones entre partidos, las conversaciones entre dirigentes o las declaraciones cruzadas. Era esperable que el periodismo y la lógica espectacular de las noticias y la actualidad situasen la cuestión exclusivamente en esos términos. Pero es sorprendente lo ausente que está el debate político en ese ruido. Es sonrojante lo poco que se habla de política en los ámbitos de la política profesional.

Lo fundamental, lo único decisivo es el debate sobre qué tipo de herramienta y qué tipo de intervención política se pueden hacer cargo de la España del 2023, de la actual composición cultural e ideológica de nuestra sociedad, para articular una mayoría por el ensanchamiento y la profundización democrática.

Para ello, en mi opinión, hay que partir de tres constataciones. En primer lugar, que la nostalgia es un pésimo mapa. Los años 2014-2015 no volverán, porque nuestro país ya es otro, el resultado mezclado de las esperanzas frustradas de entonces y de la adaptación de los actores políticos al gran desafío democrático de aquellos años —que yo siempre sitúo en los tres vectores del ciclo de contestación de la década pasada: el 15-M y el primer Podemos, el octubre catalán y el feminismo—. En gran medida la ola reaccionaria fue un contraataque rencoroso que persiguió en su retirada a las fuerzas que protagonizaron el ciclo anterior, en cuanto empezaron a dar muestras de estancamiento o dificultad para convertir su empuje en hegemonía. El proyecto que necesitamos, entonces, es uno que se haga cargo de que somos nuestros avances y nuestros aprendizajes, pero que también somos nuestras derrotas y el efecto moral e ideológico que han tenido en el pueblo español. Cualquier intento de repetición sería farsa o tragedia, que dijese aquel. Esto seguramente nos conmina a una propuesta que hoy combine la misma voluntad de cambiarlo todo con una adaptación pragmática a un terreno más pavimentado de escepticismo.

Derivada de esta, la segunda constatación es que hay que poner todos los esfuerzos en construir una alternativa contemporánea. Por más que al reducido ecosistema político-mediático de la izquierda le seduzca mucho la idea, lo nuevo no puede ser sólo el reagrupamiento de lo disgregado en la etapa anterior. De hecho, el primer Podemos puso patas arriba el tablero político por tener una posición propia y acertada, no por ser una reunión de lo ya existente. Un nuevo todo nunca es una suma de las partes de antes. Eso no ilusiona a nadie: apenas a nadie dentro, pues se suele utilizar sólo como argumento-arma arrojadiza; desde luego a nadie fuera. Si el ciclo anterior pasó, las posibilidades de abrir uno nuevo no pasan por una extemporánea reunión de los trozos de 2017. La izquierda tiene que dejar de pensar que es mayoría social en España, que con juntarse ya se basta. Las mayorías se siguen construyendo con quienes no saben, con quienes no lo tienen claro, con quienes no se sienten interpelados, con quienes no cuentan en las cuentas oficiales. Con los que faltan, decíamos hace unos años. La transversalidad no es más que la voluntad de construir una mayoría política a partir de los dolores y expectativas que atraviesan y recorren el cuerpo de nuestro país, dándole una orientación emancipadora, que permita superar esos dolores y realizar esas expectativas. Una parte de esa mayoría posible conectó con propuestas políticas anteriores y hoy ha dejado de escuchar. De hecho, hoy ya es otra. La propuesta que pueda cambiar la vida en el 2023 tendrá que serle más fiel a las condiciones del 2023 que a ninguna herencia o nostalgia.

La tercera constatación es que, con todo, hay amplias capas de la ciudadanía con voluntad de creer, con la necesidad de poder volver a creer. Y hay condiciones para representar ese anhelo que hoy sobre todo se expresa en el deseo de que el PP y Vox no gobiernen y que el Gobierno progresista continúe “mejor”. Que este sea el ánimo principal del pueblo progresista español habla a las claras de una situación defensiva en lo ideológico y en lo moral. También de que el Gobierno actual se ha convertido, nos guste más o menos subjetivamente, en objetivamente “nuestro” Gobierno. Nuestras suertes correrán paralelas. Es, en ese sentido, quizás el mejor Gobierno que le cabe a la España actual, y eso dice mucho del momento que atravesamos. Pero si somos coherentes con nuestros análisis, entonces hay que trabajar para empujarlo hasta el límite de sus posibilidades para después revalidarlo con un mejor equilibrio interno que permita llevar hasta sus últimas consecuencias algunas de sus mejores potencialidades. A pesar de que haya sido bien entrada la legislatura y quizás agobiado por malos presagios electorales, algunas de las medidas económicas del Gobierno y el discurso que las dota de sentido han estado marcadas por una lógica “populista” —nada que ver con su uso periodístico— que no ha dividido el campo político entre una mitad y otra del arco parlamentario sino entre la mayoría social trabajadora y las élites insolidarias. Esto ha sido el tope al gas, medida victoriosa y ya paradigma en Europa, o el impuesto a los beneficios extraordinarios de la banca, o la subida del salario mínimo. Que sean fruto de la coyuntura o de una decisión ideológica firme es, para nosotros, secundario: son la demostración de que con las condiciones adecuadas el Gobierno puede desplazarse a posiciones que nunca se habría planteado adoptar. Es también la demostración de que el margen para la transformación del Estado en un sentido de democratización y justicia social es mucho más amplio que cuando el neoliberalismo era hegemónico. Hay camino por recorrer. Ese es el camino para salir de las posiciones defensivas de “que no ganen las derechas” y comenzar a alumbrar una propuesta de qué es ganar nosotros, de cuáles son las transformaciones que queremos producir para la próxima década. Es en esas batallas que se puede fraguar un bloque político no reactivo sino que recupere confianza en sus propias fuerzas para conducir el destino de su país.

Para que esto sea posible, me permito señalar de manera sumaria al menos cuatro tareas imprescindibles. En primer lugar, la de volver a conectar la política con la vida cotidiana. Es preciso que la política vuelva a ser “ingenua” y utópica, vuelva a ocuparse de lo que nos deja sin dormir, de lo que soñamos, de que la felicidad pueda ser un derecho y no un lujo. Del tiempo libre, de la salud mental, de los cuidados y la responsabilidad afectiva, del aire que respiramos y la comida que comemos, de la tierra que caminamos, de una existencia libre de la amenaza de la precariedad. A menudo esta práctica no se expresa con palabras muy connotadas ideológicamente y sin embargo sigue siendo la más radical: la que se empeña en que la gente no sufra y la que quiere, en las penurias del día a día, identificar y postular elementos comunes para una confianza renovada de los de abajo en sus propias fuerzas.

En segundo lugar, discutir ya sobre cuáles son las modificaciones económicas, jurídicas y culturales realizables en las que debemos concentrar nuestras fuerzas para abrir un ciclo virtuoso de “reformas no reformistas” en las que cada avance construya fuerzas, confianza y esperanza para el avance siguiente. A fin de cuentas, ¡para eso queremos el Gobierno! Se trata de imaginar una espiral que lleva la democracia a todos los rincones de la vida, deshaciendo los poderes oligárquicos que hoy la asfixian, y permite construir poder para los que hoy fundamentalmente sobreviven. La decadencia del paradigma neoliberal permite imaginar y anticipar en la teoría y en la práctica uno nuevo, que habla del retorno de la política industrial, de la redistribución de la riqueza, de desmercantilización de derechos y de la planificación democrática para la transición ecológica. España tiene condiciones para ser pionera del nuevo paradigma y liderarlo en la UE.

La intervención del mercado de la vivienda y la desarticulación del bloque inmobiliario-rentista, la democratización de la energía favoreciendo comunidades energéticas, políticas industriales verdes para luchar contra el cambio climático o incluso las transformaciones urbanísticas que favorezcan espacios y hábitos de vida en común son ejemplos de estos cambios que abren la puerta a cambios de mayor calado. El ecologismo y el feminismo son quienes hoy están ofreciendo más pistas sobre transformaciones de la vida cotidiana que democraticen la vida y que permitan imaginar un futuro mejor. Identificar esta agenda de transformaciones asequibles y decisivas —las dos o tres batallas clave de cada legislatura— va más allá de un trabajo programático y constituye el elemento decisivo de una propuesta política: su lectura de los límites y potencialidades de su tiempo.

En tercer lugar, producir de nuevo una apertura política para que la gente que no cuenta pueda irrumpir, para que regresen quienes se quedaron por el camino o los que ya no confían en nada o ni siquiera miran. Eso pasa por tomar la férrea decisión política de mirar más afuera que adentro (que a las redes o al carrusel de las vidas de partido) y también por fundar una cultura republicana del acuerdo y las diferencias que destierre el sectarismo, que es siempre la muerte de la inteligencia política.

En cuarto y último lugar, es imprescindible un rearme político e ideológico. Una comunidad política no es un pacto ni un acuerdo de reparto de posiciones. Es una comunidad humana que comparte un horizonte, un lenguaje, una propuesta, una pasión. Eso está por construirse y no lo va a sustituir la #compol (comunicación política). El discurso nunca ha sido una serie de trucos retóricos sino una intervención consistente, política y ética, sobre la realidad. Para este necesario regreso de la política nunca hay tiempo. Pero hoy es ya impostergable. Solo hay comunidad política, y no mera yuxtaposición, donde hay gramática compartida. Solo así, también, hay renovación intelectual y formación de nuevos cuadros. Las ideas nuevas que representen ese “después del neoliberalismo” no son sólo ni principalmente fórmulas electorales ni de campaña. Son el régimen afectivo, estético y de deseo que movilice la esperanza cierta de otra vida posible y mejor, de un futuro distinto, verde, libre y justo.

Aunque se habla mucho menos de ellas, es de la realización de estas tareas, y de muchas otras que aquí aún no se abordan o imaginan, de lo que dependerá que estemos en condiciones de construir el impulso popular necesario para abrir un nuevo ciclo político, en el que llevar lo posible siempre un paso más allá.

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