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tribuna
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Sin tierra para poner los pies

Ocurre que cuando se han negado constantemente soluciones a un grave problema como el cambio climático, la acción directa no violenta se vuelve una obligación moral, como decía Martin Luther King

Dos operarias limpian el león del Congreso tras ser pintado por una protesta medioambientalista.
Dos operarias limpian el león del Congreso tras ser pintado por una protesta medioambientalista.Alejandro Martínez Vélez (Europa Press)
Azahara Palomeque

Cuando el pasado diciembre unas fuertes inundaciones me pillaron en el coche pensé que iba a morir. Ocurrió en la maltrecha nacional que une Cáceres y Badajoz; llovía tanto que dejamos de distinguir la frontera entre el cielo y la tierra, pues la cascada procedente de las nubes se fusionaba con los ríos recién formados que ocultaban el alquitrán; por miedo a quedarnos atrapados, mi pareja, al volante, dio la vuelta y, sólo después de atravesar una última balsa de agua que amenazaba con engullirnos, aún taquicárdica pero ya a salvo, avisé a la policía: ¡cortad la puñetera carretera! Minutos más tarde, supe que el vigor de la corriente había arrastrado un tramo, provocando el gran socavón que mantendría a las dos capitales de provincia incomunicadas durante meses.

La anécdota podría haber sucedido en California, recientemente anegada; más grave fue la tragedia de Pakistán, donde fenecieron aproximadamente 1.700 personas por la misma causa. Antes le tocó a Canadá, a Alemania, ya que, como argumentaba el filósofo Bruno Latour: “La nueva universalidad consiste en sentir que el suelo se está desintegrando”. El fenómeno engendra una angustia tan ubicua que ya no es sólo propia de los pueblos colonizados, históricamente saqueados y privados de territorio, sino también de los “modernizadores”, aquellos que inútilmente confiaron en las propiedades soteriológicas de ese invento llamado “progreso”. Lo poscolonial, dice Latour, adquiere así un sentido imprevisto marcado por unos pies incapaces de pisar terreno firme en distintos puntos del mapa y, como en el peor sueño de Freud, la superficie que nos sostenía se desvanece.

Ocurre que la filosofía, la ciencia, a menudo desde sus torres de marfil, se han encargado de contar esta pesadilla durante las mismas décadas que la inacción gubernamental se ha nutrido de campañas de desinformación, ilusionismo untado de desarrollo sostenible y demás piruetas neoliberales, mientras abajo se aniquilaba la vida en forma de raíz, de microorganismos o de hogar. Ocurre que, cuando una comunidad se ha negado constantemente a negociar soluciones a un problema grave, escribía Martin Luther King Jr. desde la cárcel, la acción directa no violenta se torna una obligación moral. Aquí, entre la imposibilidad de aterrizar porque no existe suelo seguro y la conciencia que impulsa la desobediencia civil ante leyes que se reconocen como injustas —las que permiten seguir perpetuando una sociedad fosilista— es donde deben situarse las vistas judiciales de los académicos y activistas climáticos que están teniendo lugar estos días. Quince de ellos, vinculados al colectivo Rebelión Científica, se enfrentan a posibles penas de prisión por la protesta que llevaron a cabo el pasado 6 de abril de 2022 en las escalinatas del Congreso, donde arrojaron un líquido rojo, biodegradable, que simulaba sangre para alertar sobre las consecuencias de continuar la senda destructiva tantas veces examinada por el IPCC, esto es, el panel intergubernamental de expertos contra el cambio climático de la ONU.

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El año pasado, sólo en España fallecieron 4.700 personas como consecuencia del calor excesivo, el doble que lo registrado por el récord anterior, según el Instituto de Salud Carlos III. Miles más lo hicieron debido a la contaminación y, aun siendo estas muertes políticas, por prematuras y evitables, la responsabilidad se diluye en una amalgama institucional inasible y nadie irá a juicio por ello. Que se considere motivo de posible privación de libertad una manifestación pacífica, es más, que el grupo al que están asociados sus protagonistas —la mayoría científicos— lo recoja el último informe de la Fiscalía bajo la categoría de “terrorismo internacional”, a sabiendas de que su mensaje viene avalado por años de investigación, es una injusticia que ninguna sociedad democrática se puede permitir. La misma ciencia que goza de credibilidad unánime en los laboratorios, las cumbres y acuerdos internacionales como el de París, firmado por España; esa ciencia que se enarboló para poner en marcha campañas tan exitosas como la de vacunación contra la covid, es ahora ninguneada a partir de la disociación entre los mandatos que prescribe —reducir los gases de efecto invernadero a la mitad en una década— y la prolongación del dañino statu quo. A quienes se atreven a desvendar la incoherencia, el delirio, en el espacio público mediante las pocas herramientas que van quedando tras el agotamiento de la comunicación en informes, estudios, se persigue criminalizarlos frente a la impunidad que gozan los mayores culpables.

En este contexto, se suele omitir el hecho de que quienes rocían el Congreso con simbólica sangre, o quienes se pegan a los cuadros de algún museo, preferirían no hacerlo, pero se ven impelidos por un compromiso ético más grande que su individualidad, más apremiante y poderoso que el miedo a acabar entre rejas, como Martin Luther King. Antes de que la tierra se desmorone tanto que ni cimientos hallemos desde donde reconstruir una vida vivible para todos, la justicia debe reorientar el rumbo si quiere seguir haciendo honor a su nombre.

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