Otra vez Paul
Con textos que no están fechados, algunos escritos en estricta cuarentena, ‘Dysphoria mundi’, de Preciado, es un libro premonitorio, visionario
Pienso que la inteligencia extrema debe ser una forma del dolor. El filósofo Paul B. Preciado es una inteligencia extrema y ojalá mi creencia no se le aplique. Meses atrás leí su Dysphoria mundi. Es un velocirráptor, un estímulo venenoso directo a la vena. Repasa la pandemia de covid-19 observando sus nexos con la epidemia de VIH, los efectos sobre los cuerpos, la hipervigilancia, la dominación, montado sobre la idea de que los blancos heteronormativos somos, ahora, tan subalternos como los migrantes, los homosexuales. Todos disfóricos. Cíborgs confusos. Es la crónica de un desmoronamiento: el del mundo tal como lo conocemos, con categorías binarias —hombre/mujer, negro/blanco—, pero “las ruinas, pese a todo, son mejores que el capitalismo, mejores que la familia heteronormativa, mejores que el orden social y económico mundial. Mejores que cualquier dios”. Con textos que no están fechados, algunos escritos en estricta cuarentena, es un libro premonitorio, visionario: “El confinamiento está sirviendo como un proceso de pedagogía colectiva a través del que se está construyendo un pliegue digital dentro del espacio físico. Cuando el injerto de la realidad virtual haya hecho carne en nosotres, se abrirán las puertas y podremos salir. Pero ya no seremos les mismes. Habremos perdido la piel analógica: tendremos una nueva piel digital”. Hermoso y aterrador, rebosante de recursos narrativos —mantras, plegarias, frases como tañidos lúgubres (”Wuhan está en todas partes”)—, es carne viva, carne pagana, y es optimista: una envalentonada oda a los mutantes. Hacia el final, en el posfacio, dice que la disforia es “la intuición que nos permite saber qué es lo que hay que cambiar. Por vuestra disforia os reconoceré (…) Si venís a buscarme. Os reconoceré”. Yo no soy optimista, no creo en nada, pero creo en Paul B. Preciado. Golpearía a su puerta para decirle “Vine a buscarte”. Rogando que, ojalá, me reconociera.
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