La genética implica más educación, no menos
Esta ciencia aporta datos fiables sobre nuestra naturaleza, y seguir ignorándolos por el mero hecho de que no nos gustan ha dejado de ser una opción
Yo, señor, soy una persona muy limitada. Hago bien dos o tres cosas y fatal el otro millón, como sospecho que le pasa a todo el mundo. Tanto mis escasos talentos como mis oceánicas torpezas tienen una fuerte componente genética, lo que por un lado me resta mérito y por otro me alivia de culpa. Este simple hecho es un contundente argumento contra la meritocracia, una de las grandes religiones de nuestro tiempo, porque implica que la gente nunca es enteramente responsable de su biografía. Nadie elige a sus padres ni a sus genes.
Por supuesto, tampoco elige nadie nacer en una familia rica o pobre, pero de esto somos todos conscientes, y tenemos perfectamente claro que el gran objetivo de la educación pública es compensar esas diferencias socioeconómicas para que los chavales tengan una mayor igualdad de oportunidades. Casi todo el mundo, sin embargo, está confundido sobre la parte genética de la cuestión. Cuando un pedagogo o un sociólogo escucha la palabra genética, se lleva la mano a la cartuchera. Algunos humanistas admiten a regañadientes que los genes tienen un efecto en la salud del cuerpo, pero abandonan el barco en cuanto sugieres que lo mismo ocurre con las aptitudes intelectuales y cognitivas. Esto es un error garrafal, producto del prejuicio, la ignorancia y la inercia, y es preciso corregirlo cuanto antes en aras de la justicia social. Sé que parece una paradoja. No lo es. Los científicos cognitivos han identificado cinco grandes ejes de la personalidad humana: introvertido/extravertido, estable/neurótico, conformista/experimental, apaciguador/pendenciero y premeditado/improvisador. Los cinco tienen una fuerte componente genética. También la tienen los varios tipos de inteligencia descritos en nuestra especie, y el grado en que todos ellos tienden a ir juntos en la misma persona (covarianza, en la jerga), que es a lo que llamamos inteligencia general, o g para abreviar. Ninguno de estos rasgos es mendeliano, como el color amarillo o verde de los guisantes, que depende de un solo gen. Al contrario, dependen de cientos o miles de genes, cada uno con un pequeño efecto. Nadie está hablando de seleccionar o corregir esos genes ―no tenemos ni idea de cómo hacerlo—, pero sí de tomarse en serio esos hechos para intentar compensarlos con la educación. Lean la tribuna de Javier Carbonell en estas páginas, Cuatro enseñanzas sobre genética y desigualdad, y el informe Derribando el dique de la meritocracia del Future Policy Lab, un centro de pensamiento.
La genética no es una ideología, sino una ciencia. Nos aporta datos fiables sobre nuestra naturaleza, y seguir ignorándolos por el mero hecho de que no nos gustan ha dejado de ser una opción. Las principales diferencias genéticas humanas no ocurren entre poblaciones, sino entre individuos dentro de cada población, lo que elimina de raíz cualquier interpretación racista de los hechos. Pero las diferencias existen y son importantes para la vida de las personas. Según los cálculos disponibles, los genes afectan tanto como el entorno familiar y socioeconómico, así que centrarnos solo en lo segundo es un ejercicio de miopía intelectual y política. Contra la percepción generalizada entre los pedagogos, la genética implica más educación, no menos. Mientras no lo tengamos en cuenta, la igualdad de oportunidades no existirá. Así está el tema.
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