De lo humano en política
Están las rencillas, como ocurre con los personajes de Agatha Christie. Están las conspiraciones, igual que en las novelas de Vázquez Montalbán, o los intentos de conspiración, igual que en las películas de Peter Sellers
Está el rencor. El rencor y el despecho. Y la vanidad. Eso: el rencor y la vanidad y el despecho. Está el ego, y una concepción aún masculinizada del mundo y del poder. Eso también. Está el rencor lo mismo que están el despecho y la traición o la envidia, por supuesto. Están las rencillas, como ocurre con los personajes de Agatha Christie. Están las conspiraciones, igual que en las novelas de Manuel Vázquez Montalbán, o los intentos de conspiración, igual que en las películas de Peter Sellers. Todo eso está y puede darse a la vez en varias partes. Desde luego, en un partido político.
Ninguna batalla supera en fiereza a las que se libran dentro de las mismas siglas o en el mismo espacio, porque esas traen herencias familiares, que son las peores. Sobreviví a la cobertura de varias primarias en el PSOE y no recuerdo críticas tan duras para la oposición como las que, en pleno proceso, se lanzaban los que serían al cabo tan amigos o por lo menos compañeros. Confluyen varios factores, entre ellos, claro, los ideológicos e identitarios, aunque uno se impone al resto: el instinto.
Están las promesas incumplidas, los tú me dijiste, los mensajes soterrados y las frases que se soltaron en público y que quedaron en privado. Existe la posibilidad, casi entrañable, de mirar el mapa político provisto solo de encuestas, con regla y cartabón, y ponerse con las cábalas de los intereses electorales y el futuro de unas siglas contra otras. Hace falta que así sea y, sin embargo, tampoco hay que dar mucha vuelta a estas alturas para caer en que las apariencias también aciertan.
Otras veces he contado que había un dirigente, años atrás, de los que te convocaba alguna tarde sin ánimo de reprocharte nada. A la que te sentabas, te reprochaba hasta los adverbios: “Esa crónica tuya...”. Su primer intento era siempre averiguar las fuentes ―”sé con quién hablas, y te engañan”― y luego, en un giro inesperado y nunca más visto, se hacía de menos: “Creéis que cada movimiento del partido es estrategia, y suele ser improvisación u otra cosa”. Con el tiempo se supo que aquel dirigente tenía tratos con una agencia de detectives, pero eso no viene aquí al caso.
Lo que viene es que quizá su tesis fuera cierta y vemos estrategias donde también concurren la improvisación u otra cosa. Ahora la sé: el instinto. Estrategias hay, sin duda, pese a que suelen presentarse a posteriori, que a todos nos gusta jugar a las series y a las tramas. Con ellas no alcanza. Habría que añadir a las ideas y al poder el azar o la fortuna. Además de la audacia o la falta de ella; y las casualidades. Pero, por encima de cualquiera, habría que considerar las pasiones más humanas, que siempre quedan por encima de la mayor pasión política.
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