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tribuna
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La izquierda: la verdad y el desencanto

De lo que estamos hablando es de construir o de destruir ese futuro abierto, conscientes de que tácticamente siempre habrá alguien al que le interese perder hoy para sobrevivir mañana, pero conscientes también de que sólo el proyecto nos une como sociedad democrática

Yolanda Diaz Sumar
Yolanda Díaz se dirige a los asistentes al acto en el que lanzó su candidatura a las elecciones general, en Madrid el pasado domingo.THOMAS COEX (AFP)
Gloria Elizo

Pocas cosas más ciertas que “lo que hay que hacer” en política depende de lo que cada uno en realidad pretenda. Y no es menos cierto que a cada uno le duele lo suyo, pero si la política pudiera ser, al fin, algo útil para las sociedades que la pagan y, tan a menudo, la padecen, entonces debería consistir fundamentalmente en saber leer el momento más allá de la endogamia partidista y ser capaces de proponer lo que ese momento nos exige la sociedad más allá de nuestros urgentes intereses particulares.

Y no es este un momento menor. La presentación de la candidatura de Yolanda Díaz en Madrid no viene precisamente a interrumpir una fiesta. Agarrotados en la excepcionalidad continua del desastre, cercados por la crisis geopolítica, sanitaria, bancaria, económica, política... con las derechas despotricando contra la democracia en nombre de la libertad y contra las libertades en nombre de la democracia, con los hipotecados pagando la fiesta inflacionaria de los beneficios empresariales y los mercados arañando otra vez el último céntimo para hoy y sembrando el hundimiento de la demanda mañana, la ciudadanía observa, con la inevitable distancia de quién ya lo ha visto todo, otra vez frente a frente al antiguo lenguaje de la política, de la esperanza, del futuro... contra el descarnado pragmatismo de quien pretende hacer valer su costoso aparato para lograr el puesto aquel de la lista, la portavocía en disputa o ese punto de más del porcentaje de la subvención ordinaria en la posible coalición electoral resultante.

Y es verdad que la esperanza es una idea barata. Pero también es verdad que, como sociedad, la desesperanza es infinitamente más cara. No debe ser fácil, en cualquier caso, más allá de los acérrimos y los asalariados, valorar el grado de indignación del confuso electorado de izquierdas ante la obscenidad del reseco discurso de los señalamientos de traición y la exigencia de adhesiones identitarias en medio del absoluto vacío político. Hay muchas verdades, cierto es, pero ni todas son pertinentes ahora, ni todas merecen mostrarse... y menos con el único fin de embarrar el campo abrazado a la bomba de la teoría del loco para conseguir tus objetivos... so pena de “volarlo todo”.

Y es que, en mi opinión, la clave es tan sencilla como parece. Desde el punto de vista político se dan dos circunstancias que, simplemente, nos exigen estar a su altura: la primera es que el sistema de partidos ha cambiado hasta el punto de que lo que ahora está en juego es solamente si será la izquierda a la izquierda del PSOE la que determine el próximo Gobierno de este país, o será más bien la derecha a la derecha del PP la que determine en qué país vamos a vivir durante más tiempo de lo que dura un Consejo del Poder Judicial nombrado por el Partido Popular.

La segunda es, si cabe, aún más relevante: esa izquierda, ninguneada por el diseño del sistema electoral de 1977, tiene por primera vez la capacidad de ser realmente determinante en la configuración de este país no para ahora, ni para el 2024, sino para la percepción que esta sociedad tenga de sí misma y, por lo tanto, para la configuración de su futuro como tal.

Porque la clave es esa: el futuro. Es verdad que nada sabemos acerca de si este nuevo proyecto político servirá para confrontar a esa ciudadanía asustada con las contradicciones de un sistema que reclama a voces cambios mucho más allá de la cosmética o si volveremos al trampantojo de lo menos malo y la institucionalización de lo posible. Pero es esa opción lo que está en juego. Lo que desde luego no nos merecemos es enterrarnos en el desencanto para volver a convertirnos en el pepito grillo de la impotencia llamando la atención a nuestro propio público en la mesa de los adolescentes vociferantes.

Lo que aún está en juego —y bajo nuestra responsabilidad— es si forzamos la prórroga o preferimos el “cuanto peor mejor”, asumiendo que en este caso volveremos, como decía Ortega, a “la idea de nación como pasado”, como cierre de cualquier progreso —una idea que ya defiende nuestra derecha cada vez más trabucaire— renunciado de paso a todas las promesas de nuestra democracia.

Porque la verdad, la que importa, no es si este u otro grupo parlamentario en el Congreso estará tutelado por el aparato de uno u otro partido. Lo que importa es si vamos a ser capaces de consolidar y aumentar la estabilidad y los derechos de los trabajadores y trabajadoras de este país a través de la Carta Social Europea, para que puedan abandonar la precariedad y convertirse otra vez en actores sociales y políticos.

Lo que de verdad debiera importarnos no es si tal líder va delante o detrás de tal otro en la lista de Madrid, si no si seremos capaces de hacernos merecedores de la posibilidad de restablecer el equilibrio de los derechos de los consumidores frente a la banca, las eléctricas y los grandes tenedores de vivienda.

Lo que la izquierda a la izquierda del PSOE puede aportar no es la capacidad de veto sobre los señalados como traidores a una lealtad personal forjada en el victimismo, sino la posibilidad de consolidar el feminismo como una forma de relacionarnos con nosotros mismos desde los derechos y no desde los privilegios, la posibilidad de que toda una generación pueda tomar el relevo desde la dignidad y la igualdad de oportunidades, la posibilidad —¡incluso!— de abrir un auténtico horizonte ecologista que acabe con el cortoplacismo en las políticas públicas de nuestras administraciones.

Lo que la ciudadanía preocupada espera de los actores políticos no es que estos le muestren su legítima expectativa por el reparto de esas subvenciones que condicionan la adhesión de esos fieles militantes-liberados, sino que, en estos tiempos de obscena hipocresía geopolítica, mostremos una decidida opción por el respeto a los derechos humanos en y desde nuestro país.

Y es que lo que está en juego de verdad no es la supervivencia de una marca electoral, de unos cargos públicos, de la supuesta hegemonía en la izquierda, de la táctica ganadora o del ego que solo se salva salvándonos del fascismo cada dos por tres, sino la posibilidad de establecer una verdadera cultura de regeneración democrática y de transparencia que nos exija, primero, una nueva forma de hacer política y nos permita, después, hacernos dueños como sociedad de un futuro plural y compartido.

De lo que estamos hablando, en suma, aquí y ahora, es de construir o de destruir ese futuro abierto, conscientes de que tácticamente siempre habrá alguien al que le interese perder hoy para sobrevivir mañana, pero conscientes también de que sólo el futuro, el proyecto, el trabajo compartido por honrar nuestras propias promesas, nos une como sociedad democrática.

Y yo no dudo del derecho a dudar políticamente de cualquier proyecto futuro. Del deber de ponerlo a prueba, de exigirlo, de mancharse las manos para acompañarlo cuestionando, aun así, críticamente su ejecución incluso cuando, tras cada victoria, la legión de arribistas muestra su característico entusiasmo mendicante. Pero a lo que no estoy dispuesta en política es a renunciar al futuro. A abandonarlo. Y sé que habrá otros puntos de vista, otras preocupaciones urgentes y otras cuestiones perentorias que atender desde otras visiones de esa táctica que ha hecho de “la verdad” un arma arrojadiza. Pero, sinceramente creo que esas verdades no le interesan a nadie más que a quien las manosea una y otra vez en busca de traidores y titulares efímeros.

Porque, al fin y al cabo, quizá esas verdades no sean tan verdaderas. Porque es más bien la impotencia y el desencanto la auténtica razón por la cual los partidos —su financiación, sus cargos, sus listas— se corporatizan y se convierten en el objetivo final de la política en vez de en su herramienta.

Porque, como decía Jean Paul Sartre, no conviene confundir la verdad con el desencanto.

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