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Columna
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¿Y te tienes que ir tan largo?

En un mundo que le rinde culto a la opulencia, lo exclusivo solo puede ser la sencillez de una silla de anea que da asiento a un niño habiéndoselo dado antes a su madre, y antes de eso a su abuelo, y antes a su bisabuela y antes, incluso, a su tatarabuela

Jennifer Coolidge 'The White Lotus'
Jennifer Coolidge en 'The White Lotus', una serie que se desarrolla en hoteles de lujo.
Ana Iris Simón

Antes de cada viaje recibía siempre la misma llamada, y en esa llamada se repetía siempre la misma frase: “¿Y te tienes que ir tan largo?”. Normalmente, venía precedida por el destino al que iba —Tailandia, Estados Unidos—, y yo respondía entre risas “abuela, no te preocupes”, pero por dentro pensaba que sí, que claro que tenía que irme tan largo. Tenía que conocer algo más que las paredes encaladas de mi pueblo, algo más que la C3 de Cercanías, algo más que el cocido los domingos y el arroz con duz cuando se acercaba Semana Santa.

Los billetes no me los pagaba yo, que ganaba poco más de 1.000 euros y ni siquiera podía permitirme un piso que no fuera compartido. Viajaba por trabajo: durante varios años, fui redactora de estilo de vida en una revista de moda. Entre mis funciones estaban la de hacer listas de libros que no me había leído, pero que recomendaba no perderse a las lectoras; compendios de series que no había visto, pero eran imprescindibles o viajar mucho más de lo que mi bolsillo me permitía. Asistía a presentaciones de marcas pijas, probaba hoteles y restaurantes de lujo y consumía productos de firmas en las que ni ahorrando las dobles de todo el año podía comprar.

Al volver de esos viajes tenía que escribir sobre lo maravilloso que era un hotel o lo exquisito que estaba el nuevo plato de un restaurante de alto copete, pero la realidad es que muchos de ellos me parecían un engañabobos. Al visitar esos sitios a veces pensaba que a los pobres se les niegan muchas cosas y una de ellas es la belleza, pero otras volvía convencida de que los ricos no solo eran más horteras que una perdiz con las ligas rojas, sino también idiotas por invertir esos dinerales en bienes y servicios cuya única función era la de recordarles que, en efecto, eran ricos.

Cuando dejé de trabajar en la revista dejé también de ser una turista de clase, de dormir en hoteles de seis estrellas —existen— y de viajar varias veces al año. Cuando murió mi abuela, dejé de recibir llamadas antes de coger aviones. Mi abuelo, por su parte, dejó de hablar de cualquier cosa que no fuera ella, su María. Una de las últimas veces que lo visité, mi hijo de un añito se sentó en una de las sillas de anea del corral y él me contó que ahí era donde se sentaba mi abuela, y que a su vez fue donde se sentaba “la hermana”, una tía de mi abuelo que por lo visto llevaba pañuelo en la cabeza hasta para dormir.

Intentando calcular los años que debía tener aquella silla, pensaba en la pregunta de mi abuela y en que no, claro que no tenía que irme tan largo: todo lo que necesitaba saber estaba cerca de ella. Estaba, incluso, en ella. Ni siquiera para rozar de soslayo el lujo tenía que visitar, incrédula y a veces incómoda, hoteles y restaurantes caros. Porque en un mundo que le rinde culto a la opulencia, lo exclusivo solo puede ser la sencillez de una silla de anea que da asiento a un niño habiéndoselo dado antes a su madre, y antes de eso a su abuelo, y antes a su bisabuela y antes, incluso, a su tatarabuela. En una realidad en la que todo es rápido, caduco y cambiante, el lujo no puede ser otra cosa que permanecer.

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Sobre la firma

Ana Iris Simón
Ana Iris Simón es de Campo de Criptana (Ciudad Real), comenzó su andadura como periodista primero en 'Telva' y luego en 'Vice España'. Ha colaborado en 'La Ventana' de la Cadena SER y ha trabajado para Playz de RTVE. Su primer libro es 'Feria' (Círculo de Tiza). En EL PAÍS firma artículos de opinión.

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