Unos territorios al servicio de otros
Es urgente acometer una transición ecológica que además sirva para coser las brechas territoriales que se abren entre sentimientos de agravio y actitudes de desprecio acumuladas desde décadas atrás
Desde hace años la brecha territorial se hace más profunda en toda Europa víctima de la lógica de la globalización, la tendencia a la concentración de oportunidades en torno a las grandes ciudades, y la consiguiente atracción de talento y recursos que desarrollan esas zonas neurálgicas. Las ciencias sociales llevan años reflejando esta realidad en distintos países europeos y advirtiendo de las derivadas que semejante ruptura territorial tiene sobre la cohesión social y la confianza en los sistemas democráticos, con sus correspondientes efectos electorales. La revolución digital, que parecía que podía ayudar a limar tales desigualdades, de momento no opera en esa dirección. Por si esto fuera poco, la otra gran transición, la ecológica, se está percibiendo por una parte de quienes viven en esos territorios como un nuevo campo de agravios. Urge evitar por todos los medios que esta brecha siga creciendo.
El fenómeno que prueba de forma más clara la percepción de agravio es la oposición que existe en algunos territorios a la ubicación de parques de energías renovables, fundamentalmente solar y eólica. Aunque la casuística es diversa, entre quienes se oponen a estas instalaciones subyace la idea de que, una vez más, su territorio se sacrifica para que otros obtengan beneficios. Opera en muchos de estos espacios la memoria histórica de anteriores y similares acontecimientos: valles inundados por la construcción de embalses para que en el llano se pudiera regar, terrenos ocupados por macrogranjas que contaminan los acuíferos para que otros gestionen la comercialización y acumulen ganancias, líneas de alta tensión invasivas…
En esta ocasión, territorios ocupados por enormes aerogeneradores o extensos despliegues de placas solares cuya producción de energía se envía lejos, donde otros la consumen y se embolsan los beneficios. Ese “otros”, además, suele apuntar a las ciudades, grandes consumidoras de energía, agua, alimentos y demás recursos que ellas apenas producen. Por si esto fuera poco, en algunos de los proyectos la instalación de esos parques supone arruinar el esfuerzo inversor en negocios basados en la sostenibilidad como el turismo o la agroindustria. No se trata de pequeños productores anclados en el romanticismo, sino de comarcas que como la del Matarraña, en Aragón, han apostado por modelos económicos asociados a la calidad ambiental y que hoy pueden ver comprometido su evidente éxito poniendo, una vez más, su territorio al servicio de otros. Esta sensación de agravio y percepción de injusticia repetida emerge en cuanto se pregunta a muchos de los que se oponen a estas instalaciones. Airados, señalan directamente a las empresas promotoras, que en unos casos están operando con malas prácticas, en otros con corruptelas y en no pocos cruzando directamente todos los límites.
Algo parecido ocurre con las ya arcaicas y desfasadas políticas de trasvases de agua. Se olvida a menudo que los ríos son ecosistemas que cumplen funciones sociales, económicas y ambientales, y que para ello necesitan desembocar en otro río o en el mar. Parece mentira, pero aún hay que recordar aquello que estudiábamos en la escuela de que un río es “una corriente continua de agua que desemboca en el mar”. En su lugar, se impone una lógica extractiva capaz de sangrar al río todo su caudal para alimentar lo que acaba siendo una espiral insostenible de consumo de agua ajena a cualquier criterio de sostenibilidad o de rentabilidad, si se hacen bien las cuentas. En estos casos, lo más habitual acaba siendo derivar en la ruina del propio ecosistema del que depende la generación de economía. Del mar Menor a Doñana, pasando por el retroceso del delta del Ebro víctima de la reducción de aportación de caudales del río, al final se vuelven a sacrificar unos territorios, en estos casos los que están en la cabecera y en la ribera del propio río en las tierras donde se supone que “sobra” agua, en aras de un desarrollo cortoplacista aguas abajo o en lugares lejanos. De nuevo, agravios. Y en este caso, además, una profunda agresión a la sostenibilidad de los ecosistemas, los mismos que son capaces de generar riqueza, siempre y cuando esta no se convierta en avaricia.
Entender la lógica que opera entre quienes se quejan amargamente por sentir, una vez más, que su región o comarca se pone al servicio de otras, es clave para establecer políticas de desarrollo territorial basadas en la equidad. Equidad no significa autarquía ni renunciar a la urgente y necesaria transición ecológica, incluidos los imprescindibles parques de energías renovables, sino entender que, para que esta transición sea posible, el concepto de justicia, de transición justa, ha de aplicarse no solo a las personas, sino también a los territorios. Los beneficios de dicha transición, económicos, sociales, políticos y de salud, no pueden acumularse en unas regiones en detrimento de otras, ni en unas empresas e intereses económicos en sectores especialmente dados al oligopolio. Pactar con el territorio buscando acuerdos para ganar —pero ganar de verdad— con transparencia y diálogo es clave para que la transición pueda alcanzar la velocidad máxima. A las licencias administrativas necesarias en cada ocasión hay que unir la “licencia social”, el acuerdo de la sociedad con cada una de estas iniciativas. Algo que debe propiciar la legislación y que deberían cumplir, en beneficio propio, las empresas que operan en estos ámbitos.
La urgencia de la crisis climática implica agilizar todas estas transformaciones. Para ello, es imprescindible pactar con los territorios y con los sectores potencialmente perjudicados el reparto de las cargas y la creación de nuevos beneficios o incentivos. ¿Qué es, si no, la transición justa, sino apoyar a quienes pueden resultar perjudicados por estas transformaciones? Existen ya, de hecho, ejemplos de buenas prácticas tanto en la compleja política del agua como en el despliegue de parques de energías renovables, de las que se puede y debe aprender. Una de las características que tienen en común es que parten de acuerdos con todos los agentes afectados, conseguidos antes de iniciarse el proyecto y no de forma reactiva ante el estallido de un conflicto.
Se suele objetar que estos procesos de innovación social que se establecen sobre el diálogo, la concertación y la negociación con los diferentes niveles administrativos implicados —municipios, diputaciones provinciales, gobiernos regionales…— así como con el tejido económico y social de estos territorios, requieren mucho tiempo. La experiencia demuestra que es justo al contrario. Tiempo invertido en acordar es tiempo ahorrado en litigar. Allí donde hay acuerdos con el territorio, los tiempos y la tramitación avanzan. Allá donde no, se acaban atascando ante cualquier trámite, judicializándose en muchas ocasiones, y en el mejor de los casos, retrasándose notoriamente. En otros, directamente, el proyecto decae. También hay ejemplos de esto.
En definitiva, la transición ecológica justa, que ha de acometerse a toda velocidad, debe ser también una herramienta para coser las brechas territoriales que se abren entre sentimientos de agravio y actitudes de desprecio acumuladas desde décadas atrás. Las ciudades no pueden continuar siendo el sumidero de recursos que no producen —energía, alimentos, agua de calidad…— y que hipotecan al resto del país sin ser capaces de articular relaciones de justicia. La transición ecológica, además de una necesidad urgente, es una oportunidad para cerrar las brechas de desigualdad abiertas, entre las personas y entre los territorios.
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