El pisito
La España de 2023 es un país muy diferente al de 1959, pero la vivienda continúa siendo un problema para una buena parte de su población, para todo el que mida su mes por el salario y no por el dividendo
El pisito, primero novela de Rafael Azcona, luego película de Marco Ferreri, cuenta la historia de una pareja que, a finales de los cincuenta, busca casa en el Madrid que se despide de la posguerra y se prepara para el desarrollismo del Plan de Estabilización. La ciudad huele aún a cartilla de racionamiento y delación pero, en sus periferias, ya se empiezan a levantar los ensanches que darán cobijo a miles de emigrantes. El franquismo abandonó la autarquía en 1959 para entrar en la órbita de Washington, aun a costa de que el país experimentara una transformación, de lo agrario a lo industrial, que ponía en riesgo los pilares del régimen.
José Luis Arrese, primer ministro de Vivienda que requirió el periodo, comprendió esta amenaza, conjurándola con una icónica frase: “Queremos un país de propietarios, no de proletarios”. Mientras que el PCE entendió que las fábricas serían la semilla para vehicular el nuevo movimiento obrero hacia las aspiraciones democráticas, el régimen comprendió que para garantizar un orden suelen ser más efectivos los títulos de propiedad que las sentencias de cárcel, la aspiración antes que el miedo. Azcona volvió a retratar el lado más chusco de la dictadura, sin dejar a salvo a unos ciudadanos que bajo la escasez se decidían por la mezquindad. El buen costumbrismo carece de misericordia.
Que el protagonista de El pisito, interpretado en la pantalla por un magistral José Luis López Vázquez, se acabe casando con una vieja para heredar, pensándola moribunda pero encontrando luego un ejemplo de longevidad, es parte de una oscura comedia que anticiparía el destino de un país que se quiso narrar como resistente al franquismo, por olvidar que en buena parte había sido su cómplice. Caben lecturas morales al respecto, también la frialdad materialista de asumir que antes de los principios va la seguridad que aquí se entiende, ante todo, como un techo propio. Una casa es el lugar desde el que emprender un proyecto de vida pero, como casi todo, tiene trasfondo ideológico. En el siglo XX fue el de la estabilidad.
La España de 2023 es un país muy diferente al de 1959, pero la vivienda continúa siendo un problema para una buena parte de su población, para todo el que mida su mes por el salario y no por el dividendo. El conflicto no es nuevo y hunde sus raíces en aquello que se llamó el milagro económico de José María Aznar y Rodrigo Rato, y que consistió en tomar lo inmobiliario como combustible para una especulación financiera desmedida, cuya inspiración venía de lo peor de Wall Street. A finales de los 2000 surgieron los primeros movimientos de protesta frente a unas hipotecas inasumibles, se los trató con cajas destempladas y alguna carga policial. Que alquilen, como solución, es que España es un país de propietarios, se les dijo.
Cuando todo acabó de reventar, el milagro se volvió pesadilla y en nuestra agenda aparecieron palabras como “desahucios” y eufemismos como “activos tóxicos”. Una casa seguía siendo, para la mayoría, un lugar de residencia pero a efectos de la gran economía lo inmobiliario ya se había convertido en parte del sistema financiero. Así los sucesivos gobiernos promovieron y facilitaron la llegada de fondos de inversión para solventar el problema de qué hacer con esas viviendas sobrantes para la gran banca. Y el ciclo volvió a comenzar, salvo que esta vez tomando el alquiler como parte de la ecuación. Hoy, aquella opción habitacional, que había servido como refugio a quien había sido relegado de la compra, empieza a alcanzar las condiciones de lo imposible.
El Gobierno portugués prohibirá la creación de nuevos pisos turísticos, obligará a salir al mercado a las viviendas vacías y fijará un techo máximo en los precios del alquiler. Aquí se espera el desbloqueo de la ley de vivienda para marzo, con tensiones entre los socios de la coalición por la profundidad de las medidas a aplicar. Sin embargo, el gran conflicto está por producirse con un sector inmobiliario que genera cuantiosos beneficios. Ya conocemos la partitura: cualquier intervención pública será el preludio del apocalipsis. Lo que no nos cuentan los compositores del ladrillo es que su mercado se ha divorciado definitivamente de su valor social: el que la gente tenga un lugar donde vivir. A eso se le debería llamar ineficiencia.
Claro que el problema, para obtener una ley de vivienda tan funcional como ambiciosa, es que Pedro Sánchez, como cualquier presidente europeo, debe reunirse con Larry Fink en igualdad de condiciones. Claro que el rentismo, columna vertebral de la España más reaccionaria, opondrá toda su resistencia. Lo que sucede es que hay muchos ciudadanos dispuestos a casarse de nuevo con la vieja, como López Vázquez en El pisito. No son grandes tenedores, pero en ellos opera la pulsión por situarse a su lado, pensando que eso les aportará seguridad. Ese es el poder de la vivienda, el fantasma de la aspiración personal, cuando hace ya años que se ha convertido en otro valor financiero.
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