Los círculos concéntricos de la identidad
Esto de la patria común, que en los libros escolares y en los textos de historia parece como una vana aspiración, o una formulación retórica, frente al drama nicaragüense cobra sentido real
Cuando me han preguntado alguna vez por mi identidad, he dicho que imagino como símil los círculos concéntricos que se abren sobre el agua al caer de una piedra. En el primero de esos círculos soy nicaragüense, en el siguiente centroamericano, en el otro caribeño, y por fin, en el más amplio de todos, el que abarca y ampara a los demás, soy hispanoamericano de las dos orillas. Es decir, siempre me he sentido de una parte y de todas, y jamás me he visto como extranjero en ningún sitio. Un asunto de identidades sentidas, y compartidas.
El asunto de las fronteras y los pasaportes, de las vallas fronterizas y de los visados son artificios que han crecido con el tiempo, en la medida en que las migraciones masivas se han vuelto parte de las crisis económicas y sociales, y también por la opresión política, que obligan a la gente al éxodo. Solo el año pasado 170.000 nicaragüenses solicitaron asilo en los puestos fronterizos terrestres de Texas, Arizona y California, tras un viaje más que azaroso a través del territorio mexicano.
Pero aun la frontera de los Estados Unidos fue en un tiempo lo que podríamos llamar una frontera inocente. En su libro de memorias Ulises criollo, José Vasconcelos, cuyo padre tenía un puesto de inspector de aduanas en Piedras Negras, recuerda que, a Eagle Pass, al otro lado de la guardarraya invisible, se pasaba sin requisito alguno, y él asistía a la escuela del otro lado. El drama de los migrantes intentando atravesar clandestinos las fronteras amuralladas y vigiladas con drones, o atravesar a nado las aguas del río Bravo de noche, a riesgo de morir ahogados, no existía.
Los grandes cataclismos políticos, que provocan fenómenos ofensivos para la dignidad humana, son capaces de borrar ese concepto de fronteras inexpugnables que se ha venido petrificando en las últimas décadas. Lo vimos con los 222 prisioneros políticos, encarcelados ilegalmente en Nicaragua, y expulsados ilegalmente también hacia Estados Unidos, bajo una trampa alevosa, pues fueron dotados de pasaportes, y al apenas aterrizar en Washington el avión que los transportaba, la dictadura los declaró apátridas. Igual que fuimos declarados apátridas poco después otros 93 nicaragüenses, la inmensa mayoría ya en el exilio.
Entre esos prisioneros, muchos nunca antes habían viajado al extranjero, ni se habían subido a un avión. Aterrizaron en mangas de camisa bajo un frío invernal, sin familiares ni conocidos que estuvieran esperando por ellos, sin conocer una palabra de inglés. Es la gran soledad del exilio. Recibieron refugio humanitario, y necesitados de techo y de formas de subsistencia, de inmediato se desplegó una red solidaria de organizaciones de refugiados y defensores de derechos humanos, que los han llevado a vivir a diferentes Estados, en espera de poder encontrar trabajo, o estudios.
Luego el Gobierno de España, sin dilaciones, y con hermosa generosidad, ofreció a todos los despatriados la ciudadanía, y a este ejemplo siguieron ofertas similares de los gobiernos de Chile, Argentina, Colombia, México, que les han abierto sus puertas, como es muy posible que lo hagan también los gobiernos de Ecuador y Uruguay.
Una restitución común frente a un despojo inicuo, que me devuelve a esa idea de la identidad compartida, un círculo que se abre tras otro círculo, de manera cada vez más amplia. “Les devolveré lo que perdieron a causa del pulgón, el saltamontes, la langosta y la oruga”, dice el Antiguo Testamento en el libro de Joel. ¿No es esto, arrancarte de tu tierra, decretar que te la quitan, una plaga?
Al serme concedido el Premio Cervantes de Literatura en 2017, el Consejo de Ministros me otorgó la ciudadanía española junto con el gran director de cine mexicano Alejandro González Iñarritu; de modo que cuando la dictadura en Nicaragua me despojó de mi condición de nicaragüense, según sus cuentas pero no según las mías, aquella decisión honorífica que tanto aprecié entonces, hacerme español por méritos literarios, se convirtió en mi escudo protector. La fuerza del primer círculo concéntrico.
Luego, de verdad, me he sentido abrumado ante tanta solidaridad. El ofrecimiento del presidente Gustavo Petro, que me transmitió en Madrid el canciller Álvaro Leiva, de otorgarme la ciudadanía colombiana, y la llamada que me hizo el presidente Guillermo Lasso, para ofrecerme la ciudadanía ecuatoriana. Y el ofrecimiento, igualmente generoso, del presidente de Chile, Gabriel Boric; de Argentina, Alberto Fernández; y de México, Andrés Manuel López Obrador, a todos los desnicaragüanizados.
Entonces, esto de la patria común, que en los libros escolares y en los textos de historia parece como una vana aspiración, o una formulación retórica, frente al drama nicaragüense cobra sentido real. Te despojan de lo que es tuyo y nadie puede quitarte, pero mientras tanto yo te doy mi país, mi casa es la tuya.
Como en el evangelio según San Mateo, “todo el que haya dejado casas, o hermanos, o hermanas, o padre, o madre, o hijos o tierras por mi nombre, recibirá cien veces más”. Si te quitan tu país, ahora tiene tantos donde escoger, y eso me devuelve a mi idea de los círculos concéntricos.
Somos de un lugar, de una patria, pero somos a la vez de todas, y tenemos muchas.
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