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tribuna
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“La mujer, de la casa a la tumba”

La situación que viven las mujeres en Afganistán es desoladora y puede empeorar. Las organizaciones humanitarias médicas que trabajamos en el país debemos hablar abiertamente de nuestros límites ante esta realidad

Mujeres afganas, en un taller de costura en la ciudad de Kandahar.
Mujeres afganas, en un taller de costura en la ciudad de Kandahar.STRINGER (EFE)

No hay lugar en el mundo donde no se vulneren los derechos de las mujeres. Incluso en los países donde hay leyes que nos protegen, en la práctica, esos derechos siguen siendo menoscabados de manera regular en privado o en público.

La explotación y la violencia sexual, el matrimonio infantil forzado, la falta de acceso a la interrupción voluntaria del embarazo, el maltrato físico y psicológico, la violencia económica, la trata de mujeres, la ablación genital y tantos otros síntomas, son manifestaciones distintas de la misma idea enferma, que las mujeres somos seres inferiores.

Sucede en México, en Estados Unidos, en Rumania, en el Salvador, en Somalia, en Reino Unido, Tailandia, o Nigeria, sucede en los pasillos de los juzgados y en los debates políticos en España, en las redes sociales y hasta en el metaverso.

En muchos lugares, más allá de los individuos, son los Estados los que basan sus acciones en principios machistas. En el ya tremendamente conservador Afganistán, el Emirato Islámico de Afganistán ─el Estado de facto, ya que no ha sido reconocido internacionalmente─ utiliza su poder para someter y anular a las mujeres, es el perpetrador de la violencia y bajo su manto cualquier abuso imaginable es permitido.

Es sabido, que los abusadores intentan por todos los medios apartar a la mujer de su entorno, para controlar su vida y su cuerpo. De la misma manera, la aplicación sistemática de restricciones y violencia hacia la mujer perpetrada por las autoridades instituidas buscan aislar a las mujeres para poder subyugarlas y reducirlas a cumplir su función de parir y cuidar de sus casas, sus maridos y sus familias.

En el orden social impuesto por los talibanes, la eliminación de las mujeres de la vida pública y social solo puede funcionar si toda la sociedad desempeña el papel que se asigna a cada uno de sus componentes. Así, los hombres también son castigados por no cumplir el rol que se les asigna, por no seguir las normas, por no ser hombres de verdad.

Desde hace meses, somos testigos del constante goteo de medidas impuestas por el Gobierno afgano para reducir a escombros la vida de las mujeres. Las más recientes, la prohibición de cursar estudios secundarios y superiores, y trabajar en ONG.

De momento, el Gobierno talibán permite a las organizaciones dedicadas a la salud seguir empleando mujeres. En nuestro caso, hablamos de 900 compañeras entre doctoras, enfermeras y otras profesionales que representan la mitad de nuestro personal en el país.

Pero sabemos que, aunque en el ciclo de la violencia machista hay periodos de calma, cada acto violento supera al anterior en intensidad y en crueldad. Que lleguen medidas más duras es una cuestión de tiempo.

La ayuda humanitaria en Afganistán salva vidas. Además, en un contexto de pobreza voraz, las trabajadoras desempeñan un papel fundamental en la prestación de asistencia humanitaria y servicios de salud y como sustento de sus familias.

Por poner un ejemplo, sólo en 2021 nuestras compañeras afganas atendieron más de 43.000 partos en los proyectos donde trabajamos. En un país, donde las mujeres sólo pueden ser atendidas por mujeres, prohibirles ejercer sus profesiones impactaría terriblemente en la salud de la mitad de la población.

El escenario es desolador, por ello es tan importante que las organizaciones humanitarias médicas hablemos abiertamente de nuestros límites y de cómo navegaremos esta situación cuando nos afecte plenamente.

No podemos bajo ningún concepto trabajar sin mujeres. No podemos excluirlas ni que sus condiciones laborales sean discriminatorias, no podemos trabajar si no nos dan el espacio y no nos dejan acceder a quien más necesita de nuestros cuidados y por encima de todo, los derechos de nuestras pacientes deben ser respetados en todo momento.

La exposición continua a violencia pone en marcha mecanismos de adaptación que pueden llevar a aceptar lo inaceptable, como les pasa a las mujeres violentadas. No podemos permitir que esto nos pase como organización.

Más allá de nuestro imperativo humanitario, de las enormes necesidades médicas de la población, no cabe duda de que tenemos que hacer todo lo que esté en nuestras manos para estar cerca de las mujeres, para ayudarlas y para demostrarles que no están solas, que estaremos ahí por ellas y por sus hijos e hijas.

Es posible que aceptemos con pragmatismo algunas de las imposiciones, pero también tenemos que estar preparados para reformular nuestras actividades en el país, aunque signifique reducir nuestros servicios. Y para esta discusión, tenemos que poner alrededor de la mesa a quienes están directamente afectadas por las restricciones y que ellas nos cuenten que podemos considerar tolerable y que no.

Hace poco escuché una frase pronunciada por un líder talibán que se me quedó clavada en el corazón como un dardo envenenado: “la mujer, de la casa a la tumba”.

Desde Médicos Sin Fronteras vamos a persistir con todos los medios a nuestro alcance para que entre la casa y la tumba haya servicios de salud accesibles, para que las mujeres afganas puedan seguir trabajando y para que las niñas puedan mirar al futuro con un poco más de esperanza.

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