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Columna
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Los amigos y los ex

Mi amiga cree que a partir de los 40 estallan las relaciones más sensibles, aquellas que acarrearon niños, aquellas que se creían de verdad ya, para siempre, aún sospechando que para siempre es un verso

Madres solteras posan con sus hijos para un reportaje de EL PAÍS, en Rivas Vaciamadrid, el pasado octubre.
Madres solteras posan con sus hijos para un reportaje de EL PAÍS, en Rivas Vaciamadrid, el pasado octubre.Andrea Comas
Manuel Jabois

—Es un hombre gordito, alto. No me sale ahora el nombre, ¿cómo se llamaba? Era compuesto. Joder, me saldrá hoy… —la mujer se gira a su hija, de 13 años, que juega con el teléfono móvil—. ¿Cómo se llamaba el que andaba por aquí al principio?

—¿Papá?

—Sí, pero el nombre.

—José María.

La mujer, mi amiga, es graciosa, pero no tanto: no bromea. Su desvinculación del ex le lleva a no recordar su nombre: hay, sí, un hombre gordito y alto al que su hija lleva llamando “papá” un tiempo, seguramente desde que sabe hablar, pero ella, que lo ubica más o menos físicamente, sabe que está tan presente en su vida de un modo tan radicalmente irónico que no sabe su nombre de la misma manera que no sabe el número de teléfono de su madre. Para saber de uno y otro hay que pulsar un botón, con la diferencia de que de su madre sabe todo menos el fin de semana que la tiene que visitar, y del ex olvidó todo menos el fin de semana que recoge a la niña.

Esto me llevó a pensar en la habilidad extraordinaria, un superpoder, que tienen muchas personas para cruzar la frontera del amor a la indiferencia por el ex, jamás odio. Mi amiga no podría nunca escribir una canción como la de Shakira porque no sabría con qué hacer rimar las cosas, ni puede recordar ahora mismo si alguna vez tuvo suegra. Mi amiga quiere a su ex pero de la manera en que se quiere a la gente que ya no sabes exactamente quién es. Que puedes tenerlo delante dos veces al mes, pero sólo se fija en la tripa. Tiene la mirada del tigre que se le pone a los ex que no es que acaben mal o bien, sino que les importa un pimiento cómo acaben, sólo que acaben.

Mi amiga cree, con razón, que a partir de los 40 estallan las relaciones más sensibles, aquellas que acarrearon niños, aquellas que se creían de verdad ya, para siempre, aun sospechando que para siempre es un verso. Por eso es tan importante, a esas alturas, saber lo que no te gusta como no perder el tiempo. Mi amiga lloró dos meses aproximadamente, dos meses en los que la niña tenía cuatro años y dos meses en los que no sólo se acordaba del nombre de su ex, sino de su grupo sanguíneo y la talla de pantalón. Y después, sacando fuerza de los sitios que no sabe que se tienen hasta que empiezan a doler, dedicó los meses siguientes a la demolición exacta del recuerdo, a la destrucción parcial de la memoria, a fumigar por pura supervivencia todo lo maligno que ella sospechaba que lo fuese, incluso sin serlo, de ahí que se sorprendiese refiriéndose al padre de su hija, hablando delante de ella, como un señor gordito, alto, el tipo que andaba por aquí “al principio”, en la expresión más afortunada de la comedia instantánea que recuerdo.

Lo natural es quererse y lo natural, si no se quiere, es odiarse; pero lo perfecto, si no se quiere, es olvidarse. En Tokio ya no nos quiere, una de sus novelas de siempre, Ray Loriga, que publica Cualquier verano es un final, inventa una droga de éxito fulminante: la droga que hace olvidar. Mi amiga lo llevó todo al extremo: tener una hija para que le recuerde el hombre con el que la tuvo. En el extremo tampoco se está mal si lo que se juega es empezar de cero, el privilegio dorado después de un divorcio.

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Sobre la firma

Manuel Jabois
Es de Sanxenxo (Pontevedra) y aprendió el oficio de escribir en el periodismo local gracias a Diario de Pontevedra. Ha trabajado en El Mundo y Onda Cero. Colabora a diario en la Cadena Ser. Su última novela es 'Mirafiori' (2023). En EL PAÍS firma reportajes, crónicas, entrevistas y columnas.

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