Cuando todo el mundo ve el bofetón, salvo la mujer que lo recibe
Como la mujer agredida en directo en TikTok, todas, alguna vez, hemos disculpado la violencia de un hombre. Nuestro aparato cognoscitivo está siendo alterado de tal modo que solo reconocemos el mal como suceso extraordinario. Es difícil reconocer a la bestia cuando vive en casa
Todo sucede muy deprisa. Una joven está haciendo un directo en TikTok con tres chavales. Hay un hombre en su habitación fuera de plano que empieza a insultar a uno de ellos. “Que se asome”, sugiere el tiktoker. “¿Que me asome?” reta la voz. Y lo siguiente es una fuerte bofetada sobre el rostro de la mujer. No vemos al hombre, solo su mano abierta, la cabeza de ella ladeada, el pelo despeinado, la mano de ella cubriendo el rostro, una risa nerviosa que estalla como un grito y el silencio. “Sin palabras”, es lo primero que logra decir. E inmediatamente después, la culpa: “No es por vosotros. Es que él ya estaba enfadado conmigo”. El vídeo se ha hecho viral y el agresor ha sido detenido, aunque ella sigue negando la agresión. Por alguna extraña razón, todos podemos ver la bofetada, salvo la mujer que la recibe. La pregunta es, ¿por qué ella no la ve? Y la respuesta solo puede ser una: porque no puede.
Para sus tres compañeros de directo, el golpe no tiene ninguna gracia. “¿Pero quién es?”, pregunta uno de ellos. “Mi padre”, miente ella. Después reconocerá que es su pareja. Y más tarde grabarán un vídeo juntos para explicar que no se trata de una agresión sino de una “bofetada consensuada”, “puro show”. La mujer insiste en explicar que eso que el mundo llama “bofetada” a ella no le ha pasado. Que la violencia de la que hablamos y por la que mueren mujeres a diario no tiene nada que ver con su vida. Puede parecer una reacción extraña, pero confieso que la entiendo. Porque yo, como todas las mujeres que conozco, sé lo que es no ver la bofetada o el grito o el insulto o el acoso o la violencia normalizada con la que convivimos cada día las mujeres. Porque todas, alguna vez, hemos disculpado la violencia de un hombre que vivía en nuestra casa. Todas hemos convivido más o menos cerca de los gritos de un varón que se sentía con el derecho de darlos, con la agresividad de otro que no era capaz de controlar su ira, con el familiar que “solo se pone así cuando bebe”, con el vecino que “recibió una educación demasiado rígida”, con el tipo que hace un chiste machista en nuestra cara y espera complaciente nuestra risa. Porque al final la violencia normalizada es eso: una broma macabra.
“Sé que hay mujeres así, que sufren acoso y maltrato y yo no lo acepto”, ha explicado la mujer en un vídeo a sus seguidores. “Yo lo hice porque es mi red, puedo subir y hacer lo que me da la gana”, argumenta en un giro de guion que la convierte en la única responsable de la agresión. Y de nuevo la comprendo. Porque nuestro aparato cognoscitivo está siendo alterado de tal modo que solo reconocemos el mal como suceso extraordinario. La mujer (leáse aquí en genérico) considera imposible que ella sea víctima de violencia de género porque esta clase de violencia no es “lo normal”, sino lo monstruoso. El mal es una mujer asesinada a manos de su pareja, el mal es la noticia, lo extraordinario, lo que nunca le sucede a la “gente normal”. La muerte es lo extraordinario mientras hemos normalizado que un hombre grite a una mujer en su casa, que un marido tenga celos y se esfuerce en controlar la vida de su cónyuge. O que a tu novio se le escape un bofetón.
Entiendo que la mujer del vídeo de TikTok no pueda admitir que ella sea una víctima de ese suceso extraordinario que la convierte a ella misma en una víctima extraordinaria. Nos hemos convencido de que los maltratadores son seres monstruosos. Hay hombres que violan y matan, muy pocos, unos seres singularmente, incluso inhumanamente, malvados. Y después están nuestros padres, nuestros hermanos, nuestras parejas, los hombres que amamos… Banales, en comparación. Ellos no. Ellos nunca. A ellos nunca podríamos reconocerlos como uno de esos monstruos. A lo mejor por eso en España solo se denuncian el 2% de los ataques sexuales que se producen, según un estudio encargado por Interior a la Universidad de Barcelona. Es difícil ver la bofetada, es difícil reconocer a la bestia cuando vive en casa.
Pero por qué lo disculpa. Una cosa es no verlo, pero llama la atención el afán con el que la mujer intenta convencernos de su inocencia. Aquí merece la pena subrayar el narcisismo inherente al espacio en el que sucede la agresión. La mujer no puede decirse a sí misma “esto me está pasando a mí” y, menos aún, “en mi propia casa”. “Puedo subir y hacer lo que me da la gana”, reclama. La agresión sucede en un espacio de reconocimiento, donde su identidad (y no solo su rostro) ha sido duramente golpeada. Ninguna queremos ser víctima, una víctima del horror. Carne de noticia, de denuncia, de compasión. A ella le pega su novio, no un señor que pasaba por allí. A cualquier otro podría denunciarlo, pero a este monstruo lo ha elegido ella.
Quién podría decirse a sí misma que se ha enamorado de un monstruo, que ha tenido hijos con un monstruo, que ha dejado el cuidado de esos hijos a un monstruo. Quién podría decirse algo así sin sospechar ser, a su vez, una monstruosidad. No es nada fácil ver ese bofetón. Y no es suficiente con informar o lanzar campañas de concienciación en un contexto donde las noticias expulsan la realidad afuera. La comunicación informa, pero a menudo no compromete nuestra intimidad. Por eso, si queremos que esa chica vea el bofetón, tenemos que mirar dentro de nuestras casas. Y aceptar que en todas viven monstruos, empezando quizá por nosotras y nosotros mismos. El mal forma parte de la normalidad. Y solo podremos reconocerlo si lo aceptamos tal y como es: común y corriente.
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