Si la guerra se prolonga
Mientras Alemania se implica tortuosamente en el conflicto, el eje franco-alemán se debilita, y el centro de gravedad de Europa se desplaza hacia el Este
La Unión Europea se construyó frente a la experiencia de la guerra, como un espacio de paz, un Leviatán liberal que decidió negar la violencia, por eso el regreso de la guerra es, inevitablemente, una sacudida en su mismo corazón. Ahora hablaremos del eje franco-alemán, la diástole y la sístole de Europa, pero esa es una de las claves de los tensos debates que vive la opinión pública alemana al calor de la contienda. Su primera víctima política, la ministra de Defensa, Christine Lambrecht, es solo una prueba de las piezas que pueden caer si la guerra se prolonga, sin descartar la propia reelección del canciller Olaf Scholz.
Hoy parece tabú preguntarse por un escenario posbélico o de negociación, pero lo cierto es que, mientras la guerra transcurre, las cosas en Europa están cambiando. La unidad occidental bajo el paraguas atlántico es un consuelo, pero mientras Alemania se implica tortuosamente en el conflicto, el eje franco-alemán (que funciona como hegemón europeo solo como tándem) se debilita, y el centro de gravedad de Europa se desplaza hacia el Este. Mientras polacos y bálticos denuncian las vacilaciones de Berlín y la supuesta condescendencia de Macron con el amo del Kremlin, la dinámica de un continente profundamente sacudido por la guerra es de equilibrio aparente.
Que Polonia emerja como un país clave en el futuro de la Unión no solo implica que España se desdibuje como nuevo Estado pivote en Europa. El cambio en el poder político europeo afectará a nuestra sensibilidad liberal, a la idea misma de Europa como potencia normativa capaz de condicionar el peso de los Estados y las ayudas financieras a sus valores democráticos. El camino de las naciones europeas durante el siglo XX es muy dispar, por eso son distintas las heridas y las reacciones que la guerra de Ucrania provoca en nosotros. Hoy, la iliberal Polonia se erige como autoridad moral por su postura frente a Rusia, explicada por su geografía y por su trágica experiencia bajo el yugo del Kremlin, lo que parece eclipsar el autoritarismo político y ultranacionalista de su Gobierno, parapetado bajo esa cierta altivez con la que habla a una Alemania debilitada por su histórica complacencia con Rusia. Si la guerra se prolonga, como parece querer un EE UU que anhela un cambio de régimen en el Kremlin, serán quienes reciben a los refugiados ucranios, quienes albergan más tropas y material militar estadounidense, los que muy probablemente controlen la agenda comunitaria. El tiempo parece dar la razón al viejo Wolfgang Streeck cuando afirmaba que, mientras esto suceda, los objetivos geoestratégicos estadounidenses prevalecerán sobre el ADN liberal de la Unión, debilitándola como supuesta potencia global soberana con autonomía estratégica capaz de rivalizar con el declive estadounidense y el poder ascendente de China. Porque hay otra guerra que se está jugando en el futuro: la unidad de la que presume Occidente no debe hacernos olvidar que Europa tendrá que encontrar su estabilidad. Pero hacerlo mientras vela por su orden liberal no puede reducirse a la sola obligación de asegurar la victoria de una joven democracia frente al sátrapa del Kremlin.
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