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LAS OTRAS VIDAS
Tribuna
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Culpable de herejía

Si la supremacía de las sensibilidades particulares se extiende a toda colectividad susceptible de sentirse oprimida y ofendida, la libertad de expresión quedará restringida a campos como la numismática

Culpable de herejía. Antonio Muñoz Molina
FRAN PULIDO
Antonio Muñoz Molina

En el seminario de no ficción que yo daba cada lunes tocaban esa semana las Prosas apátridas de Julio Ramón Ribeyro. Era un grupo de 20 estudiantes, mujeres sobre todo, y cada sesión semanal de lectura en común, en un aula sobrecaldeada de la Universidad de Nueva York, creaba un ámbito de fervor compartido y variado por los libros. Pero ese lunes, apenas empezada la clase, una alumna levantó la mano con expresión severa y me dijo que no podía participar en el debate porque se negaba a leer ese libro, tan machista que era un insulto para todas las mujeres. Creo que los demás estudiantes se quedaron tan intrigados como yo. Prosas apátridas es uno de esos libros raros y anfibios que no pertenecen a ningún género, una secuencia de divagaciones fragmentarias en las que predominan, como siempre en Ribeyro, el desamparo y el humor, una melancolía de peruano en París que ha conocido a fondo el desengaño de ese sueño peculiar del escritor latinoamericano en París. Le pedí a la alumna ofendida que nos mostrara esas muestras de machismo tan graves que no le habían permitido continuar la lectura. No buscó las páginas en el libro, quizás para evitarse el sufrimiento. Habló de un pasaje en el que Ribeyro cuenta que mientras escribe oye a su mujer haciendo algo en la cocina.

No tengo ahora mismo a mano las Prosas apátridas. Pero recuerdo que en la clase buscamos ese pasaje y lo leímos en voz alta. Nadie más, varón o mujer, le había dado ninguna importancia a ese detalle episódico. En una generación latinoamericana de masculinidades literarias más bien hipertróficas, Julio Ramón Ribeyro destaca precisamente por su inclinación a lo en apariencia menor, ajena del todo al retumbar de lo épico y lo originario. Hombre tímido, sentimental, solitario, de salud débil y éxito escaso, Ribeyro no incurrió nunca en la clase de exhibicionismo de proezas eróticas que vuelven tan embarazosos algunos pasajes de las novelas de sus contemporáneos más célebres. Y aunque no fuera así: personas adultas, comprometidas con el oficio de la literatura, ¿de verdad no pueden sobreponerse al sufrimiento de leer algo que les resulta desagradable, o incluso que pueda ser objetivamente ofensivo?

Aquella clase continuó, como otras veces, con ese aire de fraternidad que provoca el fervor compartido por un libro. Tal vez contagiada a pesar suyo, la alumna herida, que era colombiana y cordial, acabó reconciliada con Ribeyro. Y en cualquier caso, incluso si la alumna hubiera hecho una protesta formal, lo sucedido no habría tenido consecuencias desagradables para mí, profesor ocasional con una vida propia ajena a la Universidad, y por lo tanto inmune a los peligros que las acusaciones de estudiantes o incluso de otros colegas ofendidos por algo pueden desatar en una atmósfera en la que la libertad de expresión y de cátedra es tan insegura como la presunción de inocencia.

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Me he acordado de aquel incidente leyendo en el New York Times la historia de Erika López Prater, profesora adjunta de Historia del Arte en un pequeño college de Minnesota, Hamline University, que perdió instantáneamente su puesto y su trabajo y su buen nombre, y se ganó una mala fama de islamófoba y racista, por mostrar en una clase una miniatura persa del siglo XIII en la que está representado Mahoma. En las fotos, Hamline University parece uno de esos apartados monasterios civiles o ciudadelas del conocimiento en los que uno puede imaginarse a sí mismo consagrado durante largas temporadas al estudio de algún saber peregrino y valioso, perdiéndose con felicidad entre los anaqueles de una de esas bibliotecas abiertas hasta medianoche, como el profesor Pnin de Nabokov, que se nutría de sus volúmenes eruditos como una ardilla de las bellotas atesoradas en su madriguera invernal.

La realidad, como sabemos, puede cebarse sin misericordia hasta con las fantasías más modestas. En ese campus de árboles centenarios y claustros neogóticos, la profesora Erika López Prater había logrado un puesto precario, con sueldo bajo y una expectativa laboral que no iba más allá del siguiente semestre, muy lejos del tenure soñado, la plaza en propiedad que en el ámbito ruinoso de las Humanidades es un privilegio cada vez más inaccesible. Pero además cometió la imprudencia de preparar todo un curso sobre las imágenes de los fundadores o profetas de las grandes religiones, incluidos Buda y Mahoma. A Buda se le ha representado muchas veces como una ausencia, una hornacina vacía, el molde de una huella en la arena, un parasol que no cubre a nadie. La tradición musulmana, como la hebrea, proscribe las imágenes, por recelo de la idolatría, y en particular la de Mahoma. Pero ninguna tradición duradera y extensa es del todo uniforme, y existe toda una escuela figurativa de arte piadoso musulmán, manifestado sobre todo en la iluminación de manuscritos, en la Persia medieval y luego en la India.

La imagen que la profesora López Prater eligió es de una extremada delicadeza, de una piedad entre sofisticada y cándida, como la de un devocionario europeo de la misma época. López Prater, consciente en parte del terreno que pisaba, avisó con tiempo a los estudiantes matriculados en el curso, por si acaso alguno prefería ausentarse cuando se proyectara la imagen. Volvió a hacerlo un momento antes de mostrarla.

Nadie puso ninguna objeción. A las pocas horas, una alumna cursó una denuncia ante las autoridades universitarias. Mostrar la imagen del Profeta era un acto de islamofobia, y también de racismo, y de sexismo, porque esta estudiante tan dolida, que no podía contener las lágrimas cuando protestaba, era una mujer negra y musulmana de origen sudanés. Al día siguiente, sin aviso alguno, la profesora culpable estaba despedida. Un alto cargo de la Universidad afirmó que mostrar en clase una imagen de Mahoma equivalía a defender la bondad de Hitler. En una declaración oficial, el Rectorado aseguró, literalmente, que el respeto a la sensibilidad de los estudiantes musulmanes estaba por encima de la libertad de expresión. Cabe especular que, si esa supremacía de las sensibilidades particulares se extiende a toda colectividad susceptible de sentirse oprimida y ofendida, la libertad de expresión quedará restringida a campos como la microbiología o la numismática. En las universidades, no solo las americanas, el alumno es un cliente más que un estudiante, que paga no por el esfuerzo de una educación, parte de la cual consistirá en el encuentro con ideas o experiencias nuevas, y por lo tanto sorprendentes y hasta perturbadoras, sino por el halago de su autoestima siempre frágil, y por una credencial que, si es lo bastante exclusiva, le asegurará la pertenencia a una casta de privilegiados.

Fue en vano que de inmediato aparecieran pruebas de que el escándalo contra la herejía de López Prater no era unánime: resultó que había profesores y alumnos musulmanes que se declaraban ofendidos y otros que no; hasta unos cuantos, honrosamente, han salido en su defensa y han recordado que la decisión de dar un curso sobre arte medieval musulmán es una muestra del interés por expresiones culturales y estéticas que hasta hace muy poco solían quedar ignoradas por el eurocentrismo de la historia del arte. Da igual. En nombre de la diversidad te pueden callar la boca y someterte a los criterios particulares de una religión de la que no eres creyente, aunque seas ciudadano de un país oficialmente laico. Es muy probable que la profesora López Prater no vuelva a dar clase nunca. Y habrá otros que aprendan la lección. Nunca es más eficaz la censura que cuando se ha vuelto innecesaria.

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