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Columna
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España, Cataluña y lo común

Hay un uso democrático del lenguaje que se desmorona cuando se sustituyen los argumentos por expresiones hiperbólicas, como “Gobierno ilegítimo” o “golpe de Estado”, que ya no significan nada

España, Cataluña y lo común / Máriam M. Bascuñán
DEL HAMBRE
Máriam Martínez-Bascuñán

Escucho a Pere Aragonès decir que “avanzar en la resolución del conflicto político es lo que llevó a facilitar la investidura de Sánchez”. Y me pregunto si es posible sacar el diálogo con Cataluña de la fría lógica de transmisión de poder, o si dialogar es únicamente la imposición del referéndum. Durante la Transición, había un plan político, dentro del cual se posibilitó un proceso democrático que incluyó la amnistía. Hoy, la idea de un plan político lo constituye la extraña lógica del parcheo del Código Penal, sin que conozcamos nada de la estrategia básica o del paquete de negociaciones sobre qué hacer con Cataluña, o a qué renuncia ERC, si es que lo hace. Parece que todo lo que el Estado hace en Cataluña es algo arrancado por el independentismo mientras cualquier otra vía está muerta, por ejemplo, pensar qué hacer para que Cataluña esté más presente en España y viceversa, a nivel local, en la sociedad civil o en los grandes proyectos que el Estado lidere allí.

Buena parte de la población quiere esa vía, también en Cataluña, y por mucho que Aragonès insista en que hay un conflicto político con España, su reto primordial debería ser gestionar el disenso entre sus conciudadanos, porque nos afecta a todos. No solo se trata de que hay dos millones de personas que desean irse, instigadas por un independentismo que defiende su proyecto desde el Gobierno autonómico; es que la sociedad catalana, aunque esté mejor que en 2017, sigue estando polarizada, y esto ha acabado por afectar al conjunto del sistema político, y no solo por la aparición de Vox y su negación del Estado de las Autonomías. La lógica de polarización tribal del procés, esa que adapta la realidad al lenguaje del “nosotros contra ellos”, del atrincheramiento y la ruptura de esa zona común que permite la negociación conjunta del futuro de cualquier sociedad, ha terminado por impregnar todas las instituciones del Estado.

La judicatura conservadora está en la lógica del choque total. La falta de pericia del Gobierno para sacar sus reformas adelante y la mala fe de la oposición, con el indecente bloqueo institucional del que solo ella es responsable, nos hablan de la procesización de España. Contestando a Illa (“ERC debe tener el coraje de decir la verdad a los catalanes”), Aragonès decía: “Nadie tiene la verdad sobre Cataluña”. Pero hay un régimen de verdad propio de la política que se define por la forma en que las instituciones, los procedimientos, las prácticas y los discursos se relacionan con dicha verdad, sea la tribal o la democrática. Si el tribalismo coloniza las instituciones, pierden su legitimidad, porque la confrontación social inundará esa pérdida del poder simbólico que las instituciones ejercen sobre la ciudadanía. El perímetro para relacionarse con ese régimen de verdad lo definieron hace 44 años la Constitución y el autogobierno. Fue esa zona común la que permitió el acomodo en España de una parte importante de la sociedad catalana, y la fórmula de ese territorio compartido sigue siendo la misma. Afecta también al propio lenguaje, nuestro más evidente anclaje a la realidad. Porque hay un uso democrático del lenguaje que se desmorona cuando se sustituyen los argumentos por expresiones hiperbólicas, como “Gobierno ilegítimo” o “golpe de Estado”, que ya no significan nada. Y sin esa cortesía imprescindible, ninguna democracia sobrevive, pues al perder las formas, perdemos también su sentido, este sí, común.

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