Ante los pisos turísticos
Es urgente una normativa para evitar los efectos perversos de un negocio descontrolado que devora la vida urbana
Con la vuelta del turismo de masas ha regresado a las ciudades un problema nunca resuelto y aplazado durante la pandemia, el que genera el crecimiento sin control de los pisos de alquiler por días. Este mercado explotó con la plataforma Airbnb y en apenas una década ya supone el 25% de la oferta de hospedaje en la UE y el 20% en España. En ese tiempo han fracasado los intentos dispersos de regularlo en el ámbito local. En España hay unas 306.000 viviendas turísticas. Son datos de 2021 elaborados por el INE con una herramienta provisional, pues aún ni siquiera hay un registro. Su regulación está en manos de ayuntamientos y comunidades, lo que permitiría adaptarse a las necesidades y problemas de cada lugar, pero genera confusión e inseguridad. Tiene sentido la demanda de un estándar estatal que ha hecho al Gobierno la patronal turística Exceltur, en un sector que representa más del 12% del PIB y un porcentaje similar del empleo. La ausencia de un marco general es un quebradero de cabeza para las administraciones locales y para los juzgados.
Ya no se puede alegar novedad y desconcierto. La esencia del problema es conocida. El alquiler vacacional ha abierto mercado en lugares con poca oferta, ha introducido competencia y permite a particulares participar del negocio. Pero en el lado perverso, convierte los rincones más preciados de las ciudades en un trajín de maletas, supone una grave perturbación para las comunidades de vecinos y resta viviendas al alquiler residencial, lo que contribuye a la expulsión acelerada de la clase media que garantiza la habitabilidad de los barrios. La regulación de estos efectos perversos es urgente, las administraciones lo saben y la demora es injustificable. De lo que se trata es de frenar la voracidad del mercado y la desprotección de gran parte de los vecinos.
En ese sentido, la Unión Europea hizo a principios de noviembre una propuesta que, de concretarse, se intuye como una herramienta poderosa. Se trata de asignar a cada propiedad un número de registro o matrícula, que es obligatorio mostrar en el anuncio. Sin matrícula, la oferta será ilegal. Las plataformas deberán además comunicar de manera regular a las autoridades su oferta de camas, que ahora mismo es una estimación, para poder identificar la actividad legal y hacer una base de datos fiable de la situación. Algunas experiencias de grandes capitales europeas ya van en este sentido. En Berlín es obligatorio el número de registro y las multas pueden llegar hasta los 500.000 euros. En París, un tribunal impuso una multa de ocho millones de euros a Airbnb. En los nuevos negocios digitales globales es importante que las multas sean disuasorias. El pasado julio, Barcelona descubrió 4.102 anuncios ilegales y amenazó con una sanción de 60.000 euros a Airbnb, una empresa que ganó 34.000 millones de dólares en 2021. A pesar de las dificultades y reveses judiciales, la enérgica ofensiva de ciudades como Barcelona, Valencia o Palma contra los excesos contrasta con la actitud de brazos caídos del Ayuntamiento de Madrid, donde se calcula que hay casi 15.000 pisos turísticos y una normativa de 2019 desactualizada.
Este no es el primer ámbito en el que la audacia de las empresas tecnológicas y la indolencia de las administraciones se combinan para dejar crecer sin control un ecosistema económico que ahora, obviamente, se resiste a ser regulado. Las administraciones deben doblegar esa resistencia y encontrar un equilibrio aceptable por la mayoría y en defensa de lo colectivo. Las tensiones no desaparecerán, pero al menos las reglas, y las prioridades de cada Gobierno, estarán claras.
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