Miembros varoniles
Choca que en estos tiempos en los que las mujeres tratamos de dignificar las diferentes fases a las que nos somete la fisiología, siga siendo tabú lo que les ocurre a los hombres en esa zona sagrada de su anatomía
“Las niñas de las madres que amé tanto/ me besan ya como se besa a un santo”. Estos versos del poeta Ramón de Campoamor me dibujan siempre una sonrisa en los labios, porque hay ocasiones en que solo la cursilería está a la altura de lo que ocurre en las edades de la vida. Choca que en estos tiempos en los que las mujeres tratamos de dignificar las diferentes fases a las que nos somete la fisiología, naturalizando menstruaciones, pospartos y menopausias, siga siendo tabú lo que les ocurre a los hombres en esa zona sagrada de su anatomía, porque aun siendo hoy cualquier experiencia considerada de interés público, incluso la más íntima, jamás se vulnera el acuerdo tácito de no perturbar las fantasías animadas masculinas. La trayectoria vital de las mujeres ha sido ampliamente comentada, aunque fuera para mal y motivo de burla: ahí estaba la regla para acusar a la mujer de mal carácter, la soltería para justificar la amargura, los sofocos de la menopausia para señalar la decadencia. En cambio, parecía, incluso parece, que los hombres se iban de rositas de camino a la vejez, y que mientras las mujeres se delataban echando mano de un folleto de publicidad para abanicarse ellos seguían tan pichis. Poco ha ofrecido la ficción en este aspecto, y mucho menos la autoficción, donde se supone que lo confesional va por delante.
Hay quien podría pensar que del secreto no desvelado brota la leyenda, pero la consecuencia indeseada es la melancolía: qué infrecuente es leer sobre la soledad que muchos hombres experimentan en su madurez al no haber sido educados para compartir la intimidad con amigos, amigas o pareja. Así lo contaba el otro día el doctor Corral, urólogo del Hospital Clinic, en una reveladora entrevista, que iba de lo médico a lo sociológico. Ya desde jóvenes los varones han sido instruidos para ocultar cualquier tipo de disfunción, o peor, para creer que padecen una disfunción si su rendimiento sexual no alcanza las expectativas deseadas: jóvenes imitadores del porno para los que la duración real de un polvo les resulta escasa; la cantidad de semen, poca; la incapacidad para tener múltiples eyaculaciones seguidas, frustrante. Hombres que no saben lidiar con la inseguridad y que se sienten, nunca mejor dicho, impotentes. Hombres que no saben que a partir de cierta edad también a ellos les pasan cosas y que no hay nada peor que el silencio o el desprecio social hacia quien envejece.
Recuerdo ese insulto que se puso muy de moda hace como un año, “pollavieja”. Se supone que estaba destinado al tipo reaccionario, al que no acepta los cambios, pero el lenguaje es implacable y suena como suena por más que Twitter se empeñe en lo contrario. Cuando “pollavieja” saltó a la prensa como mofa para desacreditar al adversario, confieso que sentí repugnancia, porque si la manera de enmendar la plana a quienes no comprenden nuevas realidades es de nuevo volver a la consabida referencia a un órgano sexual, poco camino hemos recorrido. Lo pronunciaban hombres muy seguros de la fiabilidad de lo que tienen entre las piernas y mujeres que no entienden la lucha salvo como revancha. Muy vulgar todo. Menos mal que estos términos se quedan anticuados en un año y hablar de cuñados ahora mismo es como ejercer el papel: una cosa rancia. Dice el doctor Corral que a los hombres les cuesta sincerarse hasta en el médico, a no ser que vean el peligro del cáncer de próstata y entonces se sinceran. Ay, cuánto tiempo malgastado en impostar una imagen, en crearse un personaje infalible, en presumir de potencia varonil. Lo más lastimoso es que haya hombres que cumplida una edad y no habiendo aceptado jamás la imperfección de su mecanismo sigan dando la brasa con las presas que se levantaron. Y todo este patetismo se va a acrecentar si en vez de hablar de sexo en las aulas dejamos que las pantallas den la lección: o sea, cinco y sin sacarla.
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