BeReal ahora mismo, ¡es una orden!
Es curioso, pero en las aplicaciones sociales cada vez manda menos la comunidad de colegas y mucho más el algoritmo
Si usted vive cerca de un adolescente, es posible que ya haya asistido a uno de esos momentos en los que les salta la notificación del BeReal y tienen que ponerse a actuar. Digo actuar en el sentido de acción y no de pose, porque se supone que esta nueva aplicación, que en este momento es la más descargada en Estados Unidos y lleva buen ritmo en Europa, ha venido a frenar los excesos del postureo instagramer e invita a compartir la realidad tal cual es. Así, una vez al día los usuarios reciben un aviso que les invita a publicar una foto de lo que ven (cámara frontal) en ese momento y un selfi (cámara trasera). La notificación es impredecible y desde que la reciben solo tienen dos minutos para publicar. Ahora bien, tanto si el contenido es espontáneo como si no, lo cierto es que la primera aplicación que ordena a los usuarios cuándo, dónde y cómo publicar. Y, curiosamente, millones están dispuestos a esforzarse al máximo para cumplir con el mandato.
Pero, ¿cuál puede ser el motivo del éxito de una propuesta tan exigente? En primer lugar, hay que destacar que, como siempre, ha empezado por los más pequeños, por los que han nacido ya en “cautividad tecnológica”. Hay quien dice que parte de la gran acogida se debe a que promete ser menos tóxica y más realista que otras. Sin embargo, más allá de esta posible pretensión, se diría que el éxito reside en aceptar la arbitrariedad. BeReal es espontánea e impredecible y nos intenta explicar además que el éxito social también lo es. Ahí está la gracia, no habrá nadie más exitoso que otro, salvo por azar. Entonces, ¿qué es lo que se gana jugando a BeReal? Pues lo mismo de siempre: ser objeto preferente de atención de los amigos. Parece un juego con reglas muy claras, pero podría ser una trampa.
Todo juego está limitado en el espacio, en el tiempo y por la selección de jugadores. En BeReal sigues jugando con tus amigos. De hecho, los usuarios solo pueden ver las historias de sus colegas una vez que han publicado sus propias instantáneas. Sin embargo, a diferencia de los juegos convencionales, el espacio y el tiempo ya no están determinados. En este sentido, el tiempo de uso de la aplicación se presenta por primera vez con una exigencia de permanencia. Así, quien decida SerReal (traducción al español de BeReal) deberá estar atento las 24 horas a su dispositivo porque todos los días, en algún momento, la notificación saltará. Pero lo más interesante es que este tiempo abierto incorpora también el espacio a la ecuación.
Hasta ahora el espacio podía ordenarlo el usuario, mientras que ahora está obligado a mostrar ese lugar que quizá antes hubiera preferido preservar. Como su habitación, el cuarto de baño o el vestuario de la clase de baloncesto. De modo que tenemos una aplicación con capacidad para saber en cualquier momento (y simultáneamente) dónde están millones de personas. Así, a la capacidad de vender nuestros datos virtuales se añadiría la potencia de vender nuestra valiosa información presencial. Alguien pensará que no es obligatorio obedecer a la notificación y que cada uno puede enseñar lo que quiera, pero evidentemente quien así opina no es un adolescente que juega para destacar. O lo que es peor, un adulto en busca de reconocimiento. Además, en BeReal, si no juegas, no puedes ver las historias de tus amigos. Dicho de otro modo: si no haces lo que la aplicación te pide que hagas, te aislarás.
Por lo demás, un juego ha de tener ganadores objetivos y unas reglas claras que conduzcan a un éxito o a un fracaso en cada partida y que todos los participantes puedan entender y aceptar. En cambio, las redes sociales tienen un resultado siempre difuso. Los “juegos” que más alimentan la competencia son precisamente los de resultado difuso, como los financieros o los de azar. Estamos ante el tipo de competición capaz de generar adicción y malestar, donde ya no podemos decir a los jugadores que unas veces se gana y otras se pierde, puesto que no entendemos las reglas ni tenemos capacidad para cambiarlas. En el casino gana la banca y en las redes sociales los dueños del algoritmo.
Es curioso, pero en las aplicaciones sociales cada vez manda menos la comunidad de colegas y mucho más el algoritmo. Tanto es así que un adolescente contemporáneo no necesita su teléfono para hablar con los amigos, sino para conseguir nuevos o conservar los que tiene. Igual que un smartphone no es imprescindible para hablar con la pareja, pero empieza a serlo para encontrarla. En este sentido, creo que vale la pena recordar que una tecnología no significa nada por sí sola, sino que más bien la define el modo de empleo. Y a estas alturas resulta evidente que el espíritu enciclopédico del primer internet ha quedado relegado por la promesa de éxito social que se ha ligado al uso de la tecnología social que nos gobierna. Así, si el internet de los noventa fue una tecnología destinada a conocer (idiomas, países, gente…), el smartphone nos está convirtiendo en una sociedad dependiente de la tecnología. Producimos contenido gratuitamente, geolocalizamos nuestras posiciones, dejamos que comercien con nuestros datos y, desde hace poco, publicamos fotos de nuestra privacidad, cómo y cuándo lo ordena el teléfono.
No sé, dicen los expertos que es pronto para saber si esta aplicación ha llegado para quedarse o si será flor de un día, como tantos otros unicornios de la economía de la atención. Pero quizá lo más interesante sea pensar en quiénes somos nosotros, ciudadanos cada vez más apegados al smartphone y menos a las ideas. Y en qué parte de nuestra sociedad sobrevivirá a una tecnología donde la máquina manda cada día un poco más y el uso de la misma se piensa un poco menos.
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