Sospecha
Vivíamos con la esperanza de que la existencia nos proporcionaría la oportunidad de perdonarnos mutuamente de lo que nos tuviéramos que perdonar
Mi hermano Diego me contó que cuando recogimos las cosas de mi padre, tras su fallecimiento, se quedó con los zapatos negros, de cordones, que llevaba en el momento de expirar. Aunque viejos, estaban muy cuidados y tenían algo de pieza de museo de antropología. Como eran del mismo número que calzaba él, un día se los puso y les dijo: “Llevadme al último sitio que visitó papá”. Los zapatos se pusieron en marcha con los pies de mi hermano dentro y lo condujeron hasta la puerta de mi casa. Dice que estuvieron detenidos allí unos minutos y que luego se dieron la vuelta y se dirigieron al cine en el que falleció de un infarto nuestro progenitor, mientras veía una película de indios y vaqueros. Pobre.
La historia me alteró. Imaginaba a mi padre delante de mi puerta, dudando si llamar o no llamar al timbre, para marcharse finalmente con gesto de derrota. Me pregunté si habría querido decirme algo o charlar un rato, simplemente. Estábamos muy distanciados, no por nada, sino por todo, que viene a ser lo mismo que por nada, pero vivíamos con la esperanza de que la existencia nos proporcionaría la oportunidad de perdonarnos mutuamente de lo que nos tuviéramos que perdonar. Solo era cuestión de darnos tiempo, de aguardar a que el azar nos reuniese en una atmósfera propicia a las efusiones sentimentales, de las que los dos habíamos huido siempre como de la peste.
Le pedí a mi hermano que me prestara los zapatos. Al principio dijo que cada uno se tenía que conformar con lo que había elegido. Le rogué tanto que al fin cedió con la condición de que se los devolviera al día siguiente. Ya en casa, traté de ponérmelos para pedirles que me llevaran al lugar al que más veces había ido mi padre en sus últimos días, pero no hubo forma porque tengo unos pies enormes. Ahora bien, mi sospecha es que apenas salió de la casa de Diego.
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