Vidas pensables
También los hoteles de lujo, desde la perspectiva del tiempo, fueron tristes. En ellos se ha quedado parte de una vida de la que ahora no sé qué pensar
En un hotel en el que se había estropeado el ascensor, me crucé escaleras arriba con un huésped aturdido, que bajaba y que me preguntó precisamente eso: si subía o bajaba. Está bajando usted, le dije. El hombre recapacitó unos instantes, como si dudara de mi información, y continuó el descenso hacia sí mismo. Un tramo más abajo me llamó y al asomarme para ver qué quería, gritó al tiempo de arrojarse por el hueco: “¡Esto es bajar!”. La calle se llenó de sirenas de policía y de sirenas de ambulancia y yo me refugié en mi habitación y llamé a mi mujer para decirle que la echaba de menos.
En otro hotel, de noche ya, bajé al bar a tomar una copa y capté un trozo de la conversación entre dos tipos. El primero le preguntaba al segundo si habría preferido ser ingeniero en España o mosca en Alemania. El segundo se tomó su tiempo. Dio dos o tres tragos, luego se observó en el espejo del otro lado de la barra. No me obligues a responder a eso, contestó. También yo me miré en ese espejo mientras recordaba la sentencia de Borges: “Los espejos y la cópula son abominables, porque multiplican el número de los hombres”. El de este bar parecía especializado en la réplica de individuos solos, de arquitectos en viaje de trabajo, de conferenciantes, congresistas, quizá de sacerdotes en busca de aventuras. Me reconocí en ese espejo y en otros muchos porque en los hoteles los hay allá donde dirijas la mirada.
He estado en hoteles tristísimos, en los que las salchichas del desayuno, por ejemplo, parecían dedos fritos de ancianos artríticos y en los que la fruta mostraba el desconsuelo propio de las verduras. Pero también los hoteles de lujo, desde la perspectiva del tiempo, fueron tristes. En ellos se ha quedado parte de una vida de la que ahora no sé qué pensar, tal vez porque no he sido capaz de llevar una vida pensable.
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