Vivir en un hotel: el lujo del pasado que la pandemia no consiguió traer de vuelta
Oscar Wilde, Ernest Hemingway, Julio Camba, Agatha Christie... Algunas de las páginas más brillantes de la historia reciente se escribieron desde habitaciones que habitualmente son de paso
El timbre de recepción llevaba meses sin sonar, así que el hotel decidió reinventarse. Las estancias en el sector hotelero español se redujeron en un 70% con la pandemia y a la hora de buscar nuevas fórmulas de negocio, muchos echaron la vista atrás. Recuperaron un modelo del pasado, cuando los hoteles formaban parte del ecosistema de vivienda nacional y ofrecían una solución flexible a viajeros de larga estancia y residentes de todas las clases sociales. Las cadenas lanzaron entonces ofertas para que la gente viviera en sus alojamientos por 500 euros al mes. Apostaron por retener a los nómadas digitales y a los viajeros con ofertas que hacían posible lo que hasta entonces era una quimera: vivir en un hotel. Pero fue un espejismo, pues ni el teletrabajo estaba aquí para quedarse, ni el check out era indefinido. Las cosas han vuelto a la vieja normalidad.
Hay algo de aspiracional en la vida de hotel. Todo el mundo ha fantaseado alguna vez con la idea de abandonar su habitación y encontrar a la vuelta la cama hecha, la sábana con una doblez como si fuera la página de un libro, animando a retomar el sueño donde se había dejado. Pero pocos se lo pueden permitir. Según datos del INE, la tarifa media por habitación y día supera por poco los 105 euros, haciendo que un mes cueste unos 3.150 euros de media. Esto es más del cuádruple de lo que cuesta el alquiler medio en España, cifrado en 674 euros al mes. Independientemente del poder adquisitivo del inquilino, vivir en un hotel no sale a cuenta. Pero el económico no es el único factor que explica el cambio de modelo.
“El Palace era un punto de encuentro de las clases altas”, explica por teléfono Paloma García, responsable de marketing del mítico hotel madrileño. “Antes comunicarse era más complicado; si querías ingresar en determinado círculo social, la gente tenía que saber dónde estabas”. Y si eras alguien tenías que estar en el Palace. La nobleza europea se dejaba ver en el Grill Neptuno, el restaurante del hotel. Tenía una cocina afrancesada y una estética barroca, su salón estaba entelado en damasco dorado. Después de comer, las damas jugaban a la brisca y al cinquillo, los caballeros fumaban puros y bebían coñac. Se relacionaban entre sus iguales. Los hoteles de cinco estrellas como este o el cercano Ritz servían como escenario donde tejer una red social de abolengo rancio y copete alto. Funcionaban como el Instagram analógico de los ricos. Pero las cosas han cambiado. “Ahora las comunicaciones son más fluidas, estar en contacto es más sencillo y ya no es tan necesario vivir en estos lugares para relacionarse”, reflexiona García. Cuando ella entró a trabajar al Westin Palace, en los años noventa, aún vivía una mujer en sus habitaciones. Tras ella, nadie ha vuelto a fijar su residencia en la plaza de las Cortes, número 7. No hace falta hacerlo para presumir de estatus, basta con subir a su azotea, pedir un gin tonic e inmortalizar el momento en las redes sociales.
La vida de hotel trajo consigo ciertos cambios. Estos establecimientos ofrecieron la posibilidad a las mujeres de externalizar las labores del hogar (aunque fueran otras mujeres, menos pudientes, las que les dieran el relevo). Además, las familias podían disfrutar de lujos que no estaban al alcance de una casa normal. A los hoteles llegaban los electrodomésticos más modernos, los avances tecnológicos más punteros. Cuando se inauguró el Savoy de Londres, en 1889, fue el primer alojamiento británico en tener iluminación eléctrica, ascensores, agua caliente y un cuarto de baño en cada habitación. Pero la democratización de estos lujos domésticos hizo que perdieran el atractivo como residencia fija.
Además, han surgido nuevos competidores. Las estancias de más de un mes en Airbnb representan una cuarta parte de las reservas en esta plataforma, según datos de la compañía. Nuevos proyectos como los apartahoteles, con sus arrendamientos a corto plazo, habitaciones amuebladas y servicios compartidos, recrean muchas de las ventajas que alguna vez ofrecieron los hoteles residenciales. Lo mismo ocurre con las residencias universitarias y las de ancianos, que se centran en grupos sociales concretos.
Cuando las estrellas del hotel eran sus huéspedes
Queda lejos aquella era de la hostelería en la que los nobles se reunían en los salones de té de los cinco estrellas y los obreros recién llegados a la ciudad se apretujaban en las pensiones del centro. Un tiempo del que quedan los relatos y las historias. Muchas de las personalidades más icónicas del siglo XX pasaron sus días en un hotel. Coco Chanel decoró su habitación del Ritz de París a su gusto: con pantallas lacadas, espejos dorados y una banqueta de terciopelo. Vivió allí durante más de 30 años. Oscar Wilde también terminó sus días en un hotel de la capital francesa, aunque lo hizo con menos lujos y menos dinero. Agatha Christie vivía a caballo entre los mejores hoteles del mundo, algo de lo que dejó constancia en sus libros. La dama del crimen escribió Asesinato en el Orient Express en la habitación 411 del Pera Palace de Estambul, un establecimiento con vistas al Cuerno de Oro donde la flor y nata europea descansaba después de realizar el mítico recorrido en tren. La novela Muerte en el Nilo arranca con el detective Hércules Poirot paseando por otro de sus hoteles favoritos, el Hotel Old Cataract, que se sitúa en Asuán, a 700 kilómetros al sur de El Cairo siguiendo el curso del río, y donde Christie pasó largas temporadas.
No se trata solo de un fenómeno extranjero. Julio Camba escribió sus últimas columnas en la habitación 383 del Palace y Hemingway contó la Guerra Civil española al mundo desde el Florida de Madrid. “La puerta de mi cuarto está abierta, se escucha el tiroteo del frente a unas cuantas manzanas del hotel. Tiros de fusil toda la noche. Tabletea la ametralladora. Es una suerte estar tumbado en la cama en lugar de en Carabanchel o la Ciudad Universitaria”, escribió en un Madrid republicano asediado por las tropas de Franco. La habitación de Hemingway, la 109, se hizo famosa por esconder unas reservas de whisky que harían palidecer al cercano Museo Chicote.
También pasó por recepción el escritor de la Generación perdida estadounidense, John Dos Passos, que describió la vida en este mítico establecimiento en Habitación con baño en el Hotel Florida, artículo que fue publicado en la revista Esquire en 1938: “Mi cuarto está en el séptimo u octavo piso. El hotel está en una colina. Desde la ventana puedo ver toda la parte antigua de Madrid por encima de los tejados que se apiñan cubiertos de tejas [...]. Esta ciudad compacta se extiende a lo lejos hasta donde alcanza la vista, con sus calles estrechas, chimeneas sin humo, torres con cúpulas brillantes y afilados chapiteles de pizarra propios de la Castilla del siglo XVII”. El hotel Florida, obra del arquitecto Antonio Palacios, sobrevivió a los más de 30 proyectiles que perforaron su majestuosa fachada de mármol. Pero no lo hizo a la especulación urbanística. Galerías Preciados compró el edificio, sito en la plaza de Callao, en los años sesenta. Lo derribó para construir su centro comercial con una fachada de ladrillos que ahora está cubierta con unas enormes pantallas LED. Actualmente, el edificio es propiedad de El Corte Inglés. Las hordas de turistas que se agolpan en los restaurantes de la última planta gozan de una vista muy similar a la que describió Dos Passos.
Todas estas historias han creado una especie de relato hotelero, la idea romántica de que los artistas escribieron las páginas más brillantes de la historia reciente desde la habitación de un hotel. De que el arte y la bohemia no dejan espacio para hacer cosas mundanas como limpiar la casa o hacer la compra. Es precisamente este relato el que ha empañado la realidad, idealizando un estilo de vida que siempre ha sido anecdótico. “En verdad que es un fenómeno más propio de la literatura y del cine”, afirma Carlos Larrinaga, profesor de Historia e Instituciones Económicas en la Universidad de Granada y autor de De la fonda al hotel. Turismo y hotelería privada en España entre 1900 y 1959.
En España, explica el historiador, “el desarrollo de la hotelería está estrechamente ligado al desarrollo del turismo”. Por tanto, en la medida en que el turismo fue ganando más peso, la oferta hotelera fue creciendo, hasta convertirse en uno de los motores económicos del país. Las estancias cortas eran más rentables que las largas, y a partir de los años setenta del siglo pasado se atraía con este tipo de modelo a un turismo extranjero, mucho más pudiente que los residentes nacionales a medio plazo.
El turismo se ha convertido en el sector que más riqueza aporta a la economía española, con un total de 176.000 millones de euros anuales, que representan el 14,6% del PIB, según un informe de la asociación empresarial World Travel & Tourism Council. Los hoteles tienen una gran importancia económica en España y siguen siendo focos de atracción, interés y noticia, como demuestra el bum hotelero en Madrid con las recientes aperturas de hoteles como el Four Seasons y The Edition y las renovaciones del Ritz, el Santo Mauro o el Rosewood Villamagna, entre otros.
En todo caso, el hotel en España nunca llegó a tener un uso residencial tan marcado como en otros países, como por ejemplo en Estados Unidos. “Lo que sí fue habitual es que miembros de las capas más adineradas de la sociedad pasasen largas temporadas en los hoteles, es decir, entre uno y tres meses”, señala Larrinaga. “Vivir en un hotel es poco frecuente, una rareza”, sentencia. Y, sin embargo, esa rareza lleva fascinando a los moradores de viviendas desde hace décadas, hasta el punto de crear una leyenda en torno a la excepción.
Decía Manuel Leguineche, en su libro Hotel Nirvana, que “todo el ciclo vital puede discurrir en los hoteles, desde el nacimiento hasta la muerte”. Sin embargo, pocos son quienes se deciden a hacerlo. Lo que nadie puede negar es que estos lugares siguen ejerciendo cierta fascinación entre el público. Quizá sea porque al visitarlos durante las vacaciones están envueltos en la idea del lujo efímero, de una felicidad con fecha de caducidad. Seduce la idea de que todos los desayunos sean siempre bufé, de tener el secador a mano, la ropa de cama limpia, el termostato ajustado. De vivir para siempre unas eternas vacaciones y postergar el check out más allá de la propia vida.
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