Malversar bien
Los valores que se pretenden distintos para el que roba con el objetivo de comprarse un chalé y el que roba para que se lo compren otros convergen en lo fundamental: el dinero tiene la misma procedencia


No hay en la naturaleza hoy un espectáculo comparable al de un defensor de la reforma del delito de malversación —para abaratarlo— delante de una tribuna. Por razones todas ellas provechosas, sobre todo en lo que tiene que ver con el lenguaje: la sintaxis, como dijo Paul Valèry, es un valor moral. El único que ha salido completamente desacomplejado, y se agradece, es Gabriel Rufián, portavoz de ERC: con la reforma hay que ser “quirúrgico”. ¿Qué quiere decir eso? Que básicamente se rebajen las penas a quienes hayan malversado únicamente cuando ese delito esté vinculado a la secesión. Y —ya lo añado yo— si aun así hay quien se pueda beneficiar de la reforma además de los políticos independentistas catalanes, debería llevarse la cirugía al Código Penal incluyendo los nombres y apellidos de ellos como únicos beneficiarios de la ley.
Entre los defectos y las virtudes que tiene el diputado Rufián, una de esas virtudes se agradece: no toma a nadie por tonto. Observen, sin embargo, el ejercicio del Gobierno para tratar de ayudar a los partidos independentistas, tras dejarse ya no sé cuántos pelos en la gatera con la sedición. Según idea de 2015, que viene ahora como un guante para un propósito político, debería distinguirse la malversación entre los casos en los que hay lucro o enriquecimiento personal y aquellos en los que el desvío de dinero público se dedica a otros fines, no exactamente a empobrecerse. Está por descubrirse al político o funcionario que, aprovechándose de su cargo, saquee las arcas públicas para algo distinto de su beneficio personal, ya sea en forma de dinero o de cariño, que a menudo suele traducirse por más dinero. Incluso robando dos euros de la caja para comprarle un bocadillo a un pobre, el pobre sabrá quién se lo está comprando y por qué. Por eso, los valores que se pretenden distintos para el que roba con el objetivo de comprarse un chalé, y el que roba para que se lo compren otros, convergen en lo fundamental: el dinero tiene la misma procedencia, no podrá dársele el uso que se le iba a dar y los que pagan los debates morales sobre cómo es mejor que les roben, son los atracados.
Vayamos al diccionario, para situar en contexto. Malversación: “Delito que cometen las autoridades o funcionarios que sustraen o consienten que un tercero sustraiga caudales o efectos públicos que tienen a su cargo”. La definición es importante porque subraya la condición del dinero: público. La malversación de los políticos independentistas consistió en gastar un dinero que no era suyo para llevar a cabo un objetivo político, el referéndum, prometido a sus electores, que en su mayoría vieron estupendo que ese dinero se utilizase para organizar el 1-O, si bien se desconoce si lo echaron de menos en asuntos menos espectaculares pero más prosaicos.
Los periódicos de entonces dan cuenta al detalle de la sentencia del Tribunal Supremo sobre el procés que poco a poco ha ido desmontándose (“Sánchez aleja el indulto y defiende el fallo: ‘Garantizamos su absoluto cumplimiento”, tituló EL PAÍS) hasta llegar al punto extraordinario de la malversación, un abaratamiento de pena que, de ser general, significará tener que defender en plena época de subida de impuestos que el saqueo del dinero público es grave o no dependiendo de su uso. Pero si sale alguien del Gobierno, su presidente mismamemte, y dice lo mismo que Rufián, al menos muchos defensores de la reforma podrán ahorrarse el esfuerzo de retorcer su sintaxis.
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