Un avance en la cohesión territorial de España
El procedimiento de descentralización de nuevos entes públicos es lo suficientemente ambicioso como para suponer un cambio de paradigma en la presencia del Estado y de sus administraciones en el territorio nacional
En los últimos años, está produciéndose un rico debate en España sobre la conveniencia de distribuir la presencia territorial del Estado central, excesivamente concentrado hoy en Madrid debido a su estatus de capital política. Los términos que animan la discusión pueden resumirse en dos grandes bloques.
En primer lugar, carece ya de sentido el predominio de la antigua concepción monolítica de capitalidad. En el lento surgimiento y consolidación del Estado moderno se demandaba que una ciudad en concreto fuera la sede de todas las instituciones, puesto que el Estado giraba en torno al monarca y aquellas debían situarse donde residiese su persona. El control del país irradiaba desde la capital como encarnación territorializada del rey. “El Estado soy yo” podríamos redefinirlo, así como “el Estado es París” o, más tardíamente y quizá con menos éxito, “el Estado es Madrid”. El mapa radial de nuestras carreteras no procede del siglo XX, ni mucho menos del XXI, sino de Felipe V y sus primeros sucesores. Hoy, con una Administración pública y unas instituciones altamente digitalizadas y sin la concentración personal de poder político que caracterizara a la monarquía absoluta, la capitalidad (también absoluta) de una única ciudad que acoja todas y cada una de las instituciones estatales, simplemente, no se sostiene. Podemos convenir, eso sí, que muchos de los principales órganos constitucionales del Estado se sitúen en la misma ciudad, pero no que todas las entidades de la Administración General lo hagan. Que el Congreso o la presidencia del Gobierno, por funcionalidad y referencia simbólica, sigan estando en un único lugar es hasta cierto punto comprensible, pero ¿por qué han de estar también allí el Instituto Cervantes o la Agencia Estatal de Seguridad Aérea?
En segundo lugar, aunque la España autonómica ha supuesto un profundo avance en la calidad de los servicios públicos y en la cercanía de la Administración a la ciudadanía y al propio territorio no ha cosechado el mismo éxito en la mejora de la cohesión entre regiones. La despoblación de amplias zonas del país es la otra cara de la moneda de la hiperconcentración demográfica en determinadas ciudades, convirtiendo a España en uno de los países occidentales que presentan un mayor desequilibrio territorial en la distribución de su población. El Estado y su modelo radial tienen una parte muy relevante de responsabilidad en este fenómeno y ya es hora, por tanto, de redirigir sus esfuerzos a combatirlo. No solo por un mayor acercamiento socioeconómico entre las comunidades autónomas, especialmente respecto a las más desfavorecidas, sino también por un incremento de la integración democrática, simbólica y referencial de sus ciudadanías, que hoy ven con recelo el excesivo protagonismo (a veces hasta estentóreo) de la capital en la vida mediática, institucional y económica del país.
Por todo ello debe recibirse muy positivamente el real decreto que el pasado marzo se aprobaba bajo el impulso del Ministerio de Política Territorial y de su titular, Isabel Rodríguez, y que viene a crear por primera vez en España un marco jurídico para la distribución territorial de las nuevas entidades que se creen en el sector público estatal. Antes de nada, hay que aclarar que la regulación es perfectamente constitucional, puesto que el artículo 5 de nuestra Ley Fundamental, al determinar que “la capital del Estado es la villa de Madrid”, no especifica el alcance de esta previsión ni la misma contempla desarrollo normativo alguno, por lo que tampoco impide que puedan repartirse por el territorio nacional nuevas instituciones y entidades públicas de la Administración General del Estado (AGE).
El real decreto crea un procedimiento específico que intenta dotar de objetividad a las decisiones sobre las nuevas sedes. Por vez primera, se obliga al Consejo de Ministros, que es el que tiene la última palabra, a fundamentar su decisión y a motivarla bajo los objetivos de “vertebración, equilibrio territorial y adecuación al sector de actividad”. Este último es un criterio que atenúa los dos primeros en virtud del principio de eficiencia, el cual no puede sacrificarse por completo únicamente como consecuencia de las metas de reto demográfico o de cohesión entre territorios. Para que el proceso de selección de sedes no sea unilateral y exclusivamente vertical, se habilita a las entidades locales (municipios, mancomunidades, diputaciones…) y a las comunidades autónomas para presentar candidaturas cada vez que el Gobierno apruebe la creación de una nueva entidad pública estatal. La amplitud de sujetos habilitados es una buena noticia, puesto que permite a los municipios de pequeño o mediano tamaño, los más afectados por la despoblación, presentar proyectos con ayuda de las estructuras intermunicipales o de las provinciales y autonómicas. No operan además en el vacío, ya que han de adecuarse a los criterios que previamente apruebe y publique una “comisión consultiva para la determinación de las sedes”, la misma que realizará un dictamen no vinculante sobre las candidaturas propuestas para ayudar y asistir al Consejo de Ministros en su decisión final. La clave aquí será que la comisión no prime en exceso el criterio de la adecuación funcional del municipio o territorio a la actividad de la entidad, pues si bien es necesario tenerlo presente, puede terminar impidiendo que las regiones más desfavorecidas, aquellas que más necesitan esta distribución de entidades, no puedan finalmente acogerlas. Un justo equilibrio deberá buscarse teniendo en cuenta las ventajas que hoy nos ofrecen la digitalización y el avance cualitativo en la conectividad.
El procedimiento está pensado, como decimos, para las entidades de nueva creación, pero también permite el traslado de sedes de aquellas “unidades organizativas o subsedes vinculadas o dependientes de entidades del sector público institucional estatal”, lo que amplía el horizonte de posibilidades en la distribución territorial de la AGE. Incluso, excepcionalmente, se permitiría la modificación de sedes de instituciones ya existentes “por razones fundadas en la mejora del funcionamiento de los servicios públicos”, opción esta más limitada y menos ambiciosa dados los costes económicos, materiales y humanos que conllevaría.
Con todo, el procedimiento creado es lo suficientemente estable, claro y ambicioso como para suponer un cambio de paradigma en la presencia del Estado central y de sus administraciones en el territorio nacional. Un reparto equilibrado de las nuevas entidades, que beneficie sobre todo a las regiones que más acusan tanto la despoblación como la falta de dinamismo económico, servirá no solo para mejorar la tan necesaria cohesión territorial de España, sino también para incrementar la adscripción de toda su ciudadanía al proyecto común y compartido que debiera ser nuestro país.
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