La ilusión y el pronóstico (o la oportunidad debida)
Nos debemos el darnos por fin la oportunidad de avanzar en gobiernos integradores por un progreso social, de ‘sumar’ tiempo y voluntades mejor cuanto más diversas
¿Por qué muchos logros sociales, muchas “buenas noticias”, se diluyen en minutos en el escaparate de las pantallas?, como si sobre ellas se ejerciera ese gran poder que no oculta sino que minusvalora, como si se trucara la cuerda y como respuesta no nos resistiéramos, normalizando que apenas tengamos tiempo para celebrar un avance, de igual manera que aplazamos quedar con los amigos o abrazarnos a un “más adelante” siempre pospuesto. No renuncio a la autocrítica y advierto en esta aceptación una suerte de “inercia educada”, presente en muchos trabajadores públicos que cuando se dedican a gobernar o a gestionar lo común sienten la responsabilidad como motor en marcha, porque siempre hay cosas por hacer, restando importancia a su celebración, a la fuerza simbólica y afectiva de compartir la ilusión de un logro colectivo después de un probable grandísimo esfuerzo (una nueva ley, un plan novedoso, un logro social…).
Últimamente, a la ciudadanía que en su vida ha votado a una pluralidad de letras y colores pero que coincidiría con un ideario progresista y social se le presupone falta de ilusión. Es la baza de una derecha que políticamente sabe atribuírsela como patrimonio afectivo cuando habla, por ejemplo, de “libertad”. Lo emocional es rápido, siempre cala, no importa si en el jalear la palabra no cabe la frase completa: “Libertad de quienes pueden despreocuparse de las normas porque tienen asesores para orientar sus problemas y finanzas, dinero en la cuenta y a otros más pobres que les hacen el trabajo y les permiten tiempo propio para ser más libres”.
Quien no necesita que el mundo cambie posee el privilegio de disfrutar lo que tiene manteniendo las prerrogativas que dejan las cosas en el mismo lugar. Pero quien pone su energía en lograr mundos distintos, más igualitarios, debe convivir con el malestar y la crítica que precisa toda conciencia, toda resistencia al cambio. Y claro que eso no implica carecer de ilusión cuando es reducida a un brillo estereotipado de centelleante felicidad mercantilizada que proyecta a los críticos de la cultura como amargados.
Tampoco puede ser reducida a una ilusión exclusivamente vivenciada en la calle como hace años en las plazas. Entonces aquel atracón de ilusión fue hipervisible y respondido por uno posterior de impaciencia y desaliento. Entonces muchos con miedo a perder privilegios quisieron torpedear esas ilusiones distorsionándolas, estetizándolas como una moda pasajera o simplificándolas, despojándolas de la pluralidad (también ideológica) que acogían.
Aprendimos, aprendemos. Y vestida de otras maneras hay ilusión al pensar que nos debemos el experimento de resistir la oscilación y el pronóstico. Nos debemos el darnos por fin la oportunidad de avanzar en gobiernos integradores por un progreso social, de sumar tiempo y voluntades mejor cuanto más diversas. Hay ilusión en poder desarrollar leyes valiosas, leyes que ya asoman y anuncian mejoras en trabajo, en ciencia, en medio ambiente, en economía, en igualdad... Tras el valioso y enorme trabajo silencioso de los consensos, las leyes son un punto de partida, pero queda materializarlas, precisan tiempo.
Ilusiona además porque se trataría de probar un poder distinto, que no puede ser entendido impacientándonos si las cosas no se logran aquí y ahora, tirando la toalla y optando por que estallen, sucumbiendo del compromiso a la abstención, de la movilización a la resignación.
Porque no es igual ilusionarse por algo tan superficial como un eslogan que rápidamente te convierte en masa que te mueve como parte de una bandada de pájaros o un enjambre que ilusionarse por algo interiorizado, mantenido en el tiempo y compartido con otros, algo que puede decirse en el fragor del grupo y también pensarse íntimamente a solas, porque de una manera sensata se percibe bueno para la mayoría.
No hay “uno mismo” sin comunidad, nos necesitamos. Y en la muestra que supone el botón “uno mismo” me ilusiona descubrir a personas honradas e “ilusionadas” en el denostado trabajo de gestionar lo comunitario. Que a diferencia de un hacer precario y “de cualquier manera” donde prima un terminar por fin para pasar a otra cosa, cobrar y salir corriendo, lo hecho tiene el valor del sentido, de la honestidad sobre lo público, de un gobernar pensando en el bien social y no en el enriquecimiento propio o en la mera poderosa vanidad. Y afirmo que existen, diría incluso que quieren ayudar a comprender y a comunicar. Reitero, comprender y comunicar para materializar palabras en hechos sin quedarnos en burocracias.
Cierto, he aquí otro trance que hace tambalear muchas ilusiones. No solo por la impaciencia en la que nos entrena la vida contemporánea, sino porque de la corrupción política vivida nos ha quedado una desconfianza materializada en una suerte de violencia burocrática que sufren trabajadores y ciudadanía. De las maldades de unos pocos se ha ido traspasando la responsabilidad de un control más rígido a los subordinados, alentando el desapego y cansancio también en la gestión de fondos y ayudas, que siendo positivos, en sus procesos pueden pervertir el hacer con sentido por desafección, retorciendo proyectos para justificarlos de manera endiablada, empleando más energía en la apariencia que en el desarrollo de la actividad, neutralizando a los trabajadores, desencantando con la gestión colectiva. Porque en esa oportunidad que nos debemos cabe recuperar la confianza en un hacer distinto, con mayor sentido, sin ser sepultados por la presión burocrática.
Para estas y otras dificultades conocerlas es un paso, como sumar inteligencia e imaginación a su abordaje, pero no viene mal recordar que la ilusión no está aplacada ni desaparecida y que en su interacción ayuda a hacer una práctica con motivación y sentido. Ya sea gobernar, fabricar un mueble, cocinar, educar o gestionar un negocio. Añadiría que esa pareja ilusión y sentido llevan consigo un valor social que no puede ser despojado de nuestro trabajo, recuperar ese valor que alguna vez sentimos cuando pensamos que las personas no trabajan para sobrevivir al tirano atómico ni solo por ganarse el sustento, sino por cuidarnos y mejorar las cosas para todos, ya saben, “ese otro poder”.
¿Quién decide que debemos cumplir la oscilación estadística que anticipa fuerzas progresistas faltas de ilusión, cuando nuestro sucumbir es el mayor beneficio para quienes rentabilizan la desmovilización de esas fuerzas o la frivolizan como acomodaticias poses sufrientes? ¡Ah, qué bello gesto de desencantado, escribirá sobre nuevos fascismos y se sentirá bien sintiéndose mal!
Quien se ha ilusionado alguna vez sabe que no cabe impostura en el estrato donde germina, que la emoción es material y a una le nacen brillos parpadeantes en los ojos. Claro que a veces es difícil distinguirla, pasa tiempo en el fango y ahora además todo son luces que brillan. ¿Tendremos acaso que pasar por todas las luces como si fueran globos y explotarlas para ver cuál es solo pose y cuál resiste como germen de una ilusión? La ilusión de la que hablo es social y se mueve, da patadas desde dentro como una esperanza en el vientre, está inquieta y no tolera vivir resignada.
Mi ilusión se convierte en esperanza como ciudadana que querría que fuerzas progresistas se aliaran con iguales y diferentes para darnos la oportunidad de gobernar por el bien social, desde esos brillos profundos y parpadeantes, par-pa-de-an-tes, capaces de sumar con ilusión y sentido.
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